Artículo 2. En el
improbable caso de que el Jefe no tuviera la razón se aplicaría el artículo 1.
… Pero ascendí, pasé de
niño a hombre, o lo que es lo mismo, de recluta a soldado y llegó el tiempo ir
a un destino. Te podían mandar a cocina, a oficinas, de cartero, de panadero,
al botiquín…, menos a galeras, y eso porque que allí no había mar, a cualquier
sitio, y entre todos ellos a mí me
destinaron a la Escuela Básica.
Allí formaban a los futuros suboficiales, a
los armeros, a gente de mi edad. Mi misión, algo así como conserje, consistía
en estar en una garita que había a la entrada, fumar y encender, a turnos, la
calefacción de carbón del edificio a las 5 y media de la madrugada. Hora torera
donde las hubiere. Antes y ahora. El carbón había que almacenarlo y después
palearlo procurando no acabar más enmierdardo que el palo de un gallinero. Aquel
año hizo muchísimo frío en León. Tanto que tenía miedo de padecer un sarpullido
por allende esas partes de tanto rascármelas. Tal que así era el aburrimiento. Y
nuevamente me rescató el subteniente Castillo de aquel sopor. Vino y me
propuso, sí o sí, cambiarme al peor de los destinos posibles que había en la
Base, al que no quería ir nadie, a la Policía Aérea. Acepté encantado. Guardias
de 24 horas con relevos cada dos. Cada tres días y en cuatro puestos diferentes:
La Primera y la Segunda,
en lo que llamaban Calvario, y donde el capitán del coche que olía a pis tenía un
huerto de tomates, qué ricos. Aproveché para vengarme de las 15 imaginarias
comiéndomelos todos. Con premeditación, nocturnidad y muchísima alevosía.
¡Buena mano “pa” los tomates tiene usted, mi capitán, estaban riquísimos!, le
dije un día que salía de la cantina con más calefacción central de la habitual;
a lo que, el muy cabrito, reaccionó
amenazando con meterme un puro que me iba a cagar (jerga castrense y bigotera).
Tal como lo digo. Menos mal que estaba el subteniente Castillo, mi franquista
preferido, un tipo enjuto, mayor y fibroso, con el cuerpo alicatado de metralla,
para decirle que tararí y que los tomates no eran de él, que estaban en terreno
de la Base, que si no habría acabado en el calabozo de por vida. Menudo
mostacho se gastaba el capitán.
En el campo de
aterrizaje estaba Pista, un sitio en que por las noches te salían sabañones y
la sangre se te coagulaba por la zona del témpano; y después venía Polvorín,
donde recuerdo una azotea en la que daba gusto fumar las noches estrelladas;
y para rematar, o para empezar, según se
mire, estaba Principal, la garita que daba entrada al recinto.
En Principal había
mesa, creo recordar que una estufilla y revistas Interviú en las que leer la fabulosa
serie que escribía Luis Cantero, La vuelta al mundo en 80 camas, y comprobar
que lo del bromuro no era más que una leyenda cuartelera. ¡Ya te digo! Por las
noches, en el Cuerpo de Guardia, dormíamos con la calefacción a todo volumen
para compensar el frío de las sonatas en las garitas a 5 bajo cero y, claro,
con la calor nos despertábamos al grito de ¡bingo, línea!, y los más
necesitados se entretenían dándose unos toques rápidos en ese instrumente de
fricción que viene siendo la zambomba.
Tuve suerte, hice
muchísimas guardias de Principal y entre subir y bajar la barrera, leer y
dormir sobre la mesa, se me iban los días. Hasta que un día, que estaba leyendo
Sempre en Galiza, de un tal Castelao, apareció el subteniente Castillo, mí
subteniente preferido, por la garita a cambiar las cosas.
(Continuará).
No hay comentarios:
Publicar un comentario