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martes, 24 de marzo de 2020

Se parece, pero no es lo mismo (2).

                                                           


Artículo 2. En el improbable caso de que el Jefe no tuviera la razón se aplicaría el artículo 1.
… Pero ascendí, pasé de niño a hombre, o lo que es lo mismo, de recluta a soldado y llegó el tiempo ir a un destino. Te podían mandar a cocina, a oficinas, de cartero, de panadero, al botiquín…, menos a galeras, y eso porque que allí no había mar, a cualquier sitio, y entre  todos ellos a mí me destinaron a la Escuela Básica.
   Allí formaban a los futuros suboficiales, a los armeros, a gente de mi edad. Mi misión, algo así como conserje, consistía en estar en una garita que había a la entrada, fumar y encender, a turnos, la calefacción de carbón del edificio a las 5 y media de la madrugada. Hora torera donde las hubiere. Antes y ahora. El carbón había que almacenarlo y después palearlo procurando no acabar más enmierdardo que el palo de un gallinero. Aquel año hizo muchísimo frío en León. Tanto que tenía miedo de padecer un sarpullido por allende esas partes de tanto rascármelas. Tal que así era el aburrimiento. Y nuevamente me rescató el subteniente Castillo de aquel sopor. Vino y me propuso, sí o sí, cambiarme al peor de los destinos posibles que había en la Base, al que no quería ir nadie, a la Policía Aérea. Acepté encantado. Guardias de 24 horas con relevos cada dos. Cada tres días y en cuatro puestos diferentes:
   La Primera y la Segunda, en lo que llamaban Calvario, y donde el capitán del coche que olía a pis tenía un huerto de tomates, qué ricos. Aproveché para vengarme de las 15 imaginarias comiéndomelos todos. Con premeditación, nocturnidad y muchísima alevosía. ¡Buena mano “pa” los tomates tiene usted, mi capitán, estaban riquísimos!, le dije un día que salía de la cantina con más calefacción central de la habitual; a lo que, el  muy cabrito, reaccionó amenazando con meterme un puro que me iba a cagar (jerga castrense y bigotera). Tal como lo digo. Menos mal que estaba el subteniente Castillo, mi franquista preferido, un tipo enjuto, mayor y fibroso, con el cuerpo alicatado de metralla, para decirle que tararí y que los tomates no eran de él, que estaban en terreno de la Base, que si no habría acabado en el calabozo de por vida. Menudo mostacho se gastaba el capitán.
   En el campo de aterrizaje estaba Pista, un sitio en que por las noches te salían sabañones y la sangre se te coagulaba por la zona del témpano; y después venía Polvorín, donde recuerdo una azotea en la que daba gusto fumar las noches estrelladas; y para rematar, o para empezar,  según se mire, estaba Principal, la garita que daba entrada al recinto.
   En Principal había mesa, creo recordar que una estufilla y  revistas Interviú en las que leer la fabulosa serie que escribía Luis Cantero, La vuelta al mundo en 80 camas, y comprobar que lo del bromuro no era más que una leyenda cuartelera. ¡Ya te digo! Por las noches, en el Cuerpo de Guardia, dormíamos con la calefacción a todo volumen para compensar el frío de las sonatas en las garitas a 5 bajo cero y, claro, con la calor nos despertábamos al grito de ¡bingo, línea!, y los más necesitados se entretenían dándose unos toques rápidos en ese instrumente de fricción que viene siendo la zambomba.
   Tuve suerte, hice muchísimas guardias de Principal y entre subir y bajar la barrera, leer y dormir sobre la mesa, se me iban los días. Hasta que un día, que estaba leyendo Sempre en Galiza, de un tal Castelao, apareció el subteniente Castillo, mí subteniente preferido, por la garita a cambiar las cosas.

(Continuará).



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