Ayer me entró el virus
en casa, pero no el coronavirus. Otro. Y cuando salió tenía 55 euros menos.
Creo que debo
explicarme. Veréis, estaba sentado allí, donde todo se decide, cuando oí o
sentí, no sé muy bien, como una corriente de agua justo debajo de mis perendengues.
¡Puta madre que la parió! Tengo que llamar a un lampista, ¡ya! Como es natural,
llamé. Esas cosas no conviene retrasarlas, porque una de dos: o te pasas el día
abriendo y cerrando el agua o prepárate
a pedir una hipoteca cuando te llegue el
recibo del agua. Así que, como si hay más alternativas las desconozco,
llamé al fontanero. Económico, proclama
su tarjeta. ¡Y un huevo!, matizo yo. El caso es que vino al día
siguiente. Puntual, para llevar la contraria. Dijo que vendría a las 9 de la
mañana y a las 9 de la mañana llegó. ¡Debe tener un Trolex de esos! Pasa esto,
señor económico. O.K, me respondió el lampista críptico. El asunto le llevó 7
minutos. Siete. Y la dolorosa, en B por supuesto, 55 euros de vellón. Echad cuentas.
Tengo la impresión, puede que equivocada, que el fontanero que me atiende debe
vivir en La Moraleja en un chalete de esos que tienen piscina, cancha de tenis
y calefacción en la caseta del perro. Vamos, digo yo. ¡Con lo que cobra. Ni los
narcocamellos, vamos. El caso es que no,
que tampoco. Saltaba a la vista. Le faltaban piezas dentales, en la rajilla del
culo se le veían borrillas y dijo cinco tacos en cuatro palabras. Ilustrado no
parecía el fenómeno y de millonario no tenía pinta. Aunque, lo que sí era, sin
lugar a dudas, era un tío concienciado con su primo, el otro virus al que llaman
corona, porque para lavarse las manos me pidió que le abriera el grifo y para secárselas me demandó papel
de cocina. Viendo tanta prudencia le dije: oye, verás, como ya he tocado los
billetes casi que no te pago, ¿no? A lo que el muy imprudente, haciendo caso
omiso a mis palabras, respondió cogiendo los billetes y metiéndoselos en el
bolsillo al tiempo que me dedicaba la mejor de las sonrisas desdentadas. Pasado
el peligro, cuando hube cerrado la puerta, me relajé y procedí en autos: ¡me
cago en tu puta madre!, dije delicadamente. Lagarto, lagarto.
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