Dormí fatal, dando
vueltas, organizando mi cabeza. Necesitaba abstracción, concentración y mucha
velocidad. La carrera en juego así lo demandaba. Redoblar la atención, no cometer errores
propios y anticiparme a los ajenos se me antojaba vital. Importante: extremar
el cuidado en las curvas; ni derrapar, ni chocar, y mantener siempre la
distancia de seguridad, hay mucho loco suelto, se antojaba primordial.
En la parrilla de
salida mis adversarios me observaban con la aprensión con la que se mira al
recién llegado. Unos miraban con envidia mi bólido, rojo Ferrari, llamativo, amplio
y rápido; mientras que otros, concentrados en lo suyo, ni siquiera levantaron
la mirada concentrados como estaban contemplando el infinito.
A la hora convenida, el
semáforo se puso en ámbar. Nos pusimos todos en fila india, tal y como estipula
el reglamento, y cuando el encargado bajó la bandera, ocupamos nuestros puestos.
Todos asidos al volante, vestidos con el uniforme reglamentario: guantes y
protección en la cabeza. Haciendo buena la máxima: hay que prevenir. Después,
gas a tope.
Adelanté a un obeso en
la curva de Patatas, no tuvo mérito; perdí dos puestos en la recta de Leche
para recuperarlos en la chicane de Pescado. Una vez completado con éxito el
circuito, fui a boxes. Saqué el móvil, contacté con NFC, sponsor de catástrofes
diversas, y miré el carro de la compra con orgullo. Mi bólido es fardón, útil y
rojo, aunque creo que esto último ya lo había dicho antes.
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