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jueves, 26 de marzo de 2020

Gran Prix.


Dormí fatal, dando vueltas, organizando mi cabeza. Necesitaba abstracción, concentración y mucha velocidad. La carrera en juego así lo demandaba.  Redoblar la atención, no cometer errores propios y anticiparme a los ajenos se me antojaba vital. Importante: extremar el cuidado en las curvas; ni derrapar, ni chocar, y mantener siempre la distancia de seguridad, hay mucho loco suelto, se antojaba primordial.
En la parrilla de salida mis adversarios me observaban con la aprensión con la que se mira al recién llegado. Unos miraban con envidia mi bólido, rojo Ferrari, llamativo, amplio y rápido; mientras que otros, concentrados en lo suyo, ni siquiera levantaron la mirada concentrados como estaban contemplando el infinito.
A la hora convenida, el semáforo se puso en ámbar. Nos pusimos todos en fila india, tal y como estipula el reglamento, y cuando el encargado bajó la bandera, ocupamos nuestros puestos. Todos asidos al volante, vestidos con el uniforme reglamentario: guantes y protección en la cabeza. Haciendo buena la máxima: hay que prevenir. Después, gas a tope.
Adelanté a un obeso en la curva de Patatas, no tuvo mérito; perdí dos puestos en la recta de Leche para recuperarlos en la chicane de Pescado. Una vez completado con éxito el circuito, fui a boxes. Saqué el móvil, contacté con NFC, sponsor de catástrofes diversas, y miré el carro de la compra con orgullo. Mi bólido es fardón, útil y rojo, aunque creo que esto último ya lo había dicho antes.

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