Aún no había terminado de decir esas tres
palabras, “ni de coña”, cuando reparé
en algo que me habían contado sobre el carácter de los ingleses.
Me habían contado, a modo de ejemplo, que la
tarde en que Rosemary acudió a la casa de su vecina a tomar el té le llevó una
caja de galletitas danesas como presente. Al recibirla, su anfitriona Fiona
miró primero con desprecio la caja y después le dijo adusta, pero sin ninguna
sombra de acritud a Rosemary: “puedes
llevártela, no me gustan las galletas de mantequilla”. Rosemary
impertérrita cogió la caja, la metió en el bolso bandolera que llevaba, se
sentó y merendó en compañía de su amiga Fiona.
Pasaron todo el resto de la tarde en amor y compañía sin que el
incidente de la caja de galletitas danesas supusiera contratiempo alguno entre
ellas. Sin resquemor de ningún tipo.
También tengo que puntualizar que, ahora que
caigo, el día en que yo dije esas tres
palabras, “ni de coña” llevaba
puesta mi gorra de peaky blinder, comprada en Primark antes incluso de que
supiera de la existencia de dicha serie, por lo que ahora me planteo si no
sería la gorra la que me indujo a comportarme como un malaje de Birmingham que
deja que fluya la sinceridad.
Quizá fue por eso, por lo anterior, que empecé a contemporizar. Al fin y al cabo,
tampoco era para tanto. Pelillos a la mar. El receptor de aquellas tres
palabras, “ni de coña”, sólo era un
vecino que había tenido una mala ocurrencia. Por tanto, tampoco convenía dramatizar,
exagerar, ni ponerse bordes porque aquel tipo me hubiera abordado y preguntado: ¿qué te parece si salimos a caminar juntos?
Además, convenía tener en cuenta otra cosa evidente: yo no soy inglés. Y como
este hecho, aparte de demostrable es irreversible, empecé como decía antes a
contemporizar. “Bueno, tampoco quería decirlo
así. Ser tan abrupto. Disculpa. Quizá sí. ¿Tienes mi teléfono? Pues, ya sabes:
llámame y lo hablamos” Era obvio que estaba muy arrepentido de haberme
comportado como si fuera un puto inglés. Para remediarlo había pasado en cero
coma del modo “a la pata la llana”,
manera atribuida supuestamente al carácter inglés, a la forma “Depende” más propia de mis ancestros y
en definitiva lo propio de mí
idiosincrasia. También fui consciente, más que nunca, de que la falla que tenía
en el carácter podía acarrearme efectos secundarios indeseados porque, de
repente, fui consciente de que inevitablemente, y si no hacía algo, iba a tener
que caminar con el vecino, al que atribuyo cualidades de cenutrio, dándome la
chapa al lado.
Afortunadamente, reaccioné a tiempo y dándole un golpe de camaradería, a
modo de suavizante, al coñazo de vecino, le guiñé un ojo y le volví a repetir taxativo,
pero con una sonrisa: “ni de coña”.
Y es que veréis: me he dado cuenta de que hay
gente que se pasa la vida haciéndose el sueco, pero que a mí, a veces, me
conviene más hacerme el inglés. En todo caso, cada loco con su tema.
Goodbye, by the shadow.
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