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martes, 20 de noviembre de 2018

La boda de Marta, abarrote en el Parrote 1.



   Iba monísima, también muy bien vestida. Porque vosotros no fuisteis, ¿verdad? Pues yo sí, chincharos. Yo  soy amigo de  Amancio de toda la vida.  Y claro,  me invitó. Él lo sabe, tú lo sabes, lo sabe everybody: no hay boda de postín ni mamoneo digno de ser mamoneado si  yo no soy invitado. Tan es así, que me convierto en la salsa de todos los corrillos y en el perejil que corona todas  las conversaciones. Aunque, aclaro. A este bodorrio no fui en plan salsa, que te quiero  salsa. No. Fui a epatar, a ser visto y a salir en todos los periódicos  serios que nos mienten a diario. ¿No me visteis? Efectivamente, yo era el guapo. El que a su paso iba dejando un reguero de glamur. Pero, empecemos por el principio.  Y en el principio está el Parrote, o como decimos los coruñentos “abarrote en el Parrote”. Porque es ahí, en El Parrote, donde tiene su vivienda principal Amancio, también conocido por papá, papuchi en ambientes íntimos  y por padrino entre  los familiares y amigos del novio. Fui porque Amancio me dijo ven, y si él me dice ven  yo lo dejo todo. Cuando llegué en el portal comprobé que los cobradores del frac se me habían adelantado. Delante de mí tenía a tres. Saqué algo de calderilla del bolsillo, chasqueé la lengua como se hace para llamar la atención de los perros y cuando les tiré  los patacones se pusieron todos a cuatro patas agradecidos ofreciéndome sus cuartos traseros por si tenía alguna necesidad. Pasé de largo. Displicente. Cosas que tenemos los estilosos. Subí en el ascensor comprobando la dureza del entablillado del meñique y llamé al timbre de la puerta como lo hacían Los Invasores (serie de culto). Me abrió él, mismamente, enseñándome un liguero que le sujetaba un calcetín y la canilla de la otra pierna. Estaba guapísimo. Amancio es lo que tiene: cualquier cosita le sienta bien. Como no podía ser de otra manera, le sonreí ñoño. Pasé y fui directamente al mueble bar. Allí los conocí a ellos, a los papás del novio. Del futuro usufructuario. Estaban literalmente abalanzados sobre  el caviar por lo que me dirigí a la sección empanadas. Cuando salía de tortillas los observé con detenimiento. Parecían contentos. Al papá parecía que le habían inflado el pecho con un bombín, mientras  que del culo de la mamá parecía salir el inconfundible aroma de un cuesco. La gente codeó cuando llegaron los canapés calientes y yo aproveché para llenar una fiambrera a la que los bilingües llaman tupperware. ¡Qué dispendio! Los pretenciosos, los pijos, los aspirantes y los chulitos habituales departían e intercambiaban chascarrillos. Algún vejete, modelo pijo hípica año 1966, iba ataviado con coleta y un pan de mollete al lado al que llamaba hijo. Los saludé a todos, atento a la cartera. Piropeé convenientemente a las mujeres, quedé con tres para más tarde por donde quedan los retretes y llené otra fiambrera para el día de mañana. Amortización del alquiler del smoking se llama eso. Porque, ¿no lo os había dicho? Los hombres ibamos vestidos así y las mujeres de largo floripondio. También se veía mucho la versión mesa camilla y el tentetieso de ocasión. Las había que llevaban pamelas, otras tocados y algunas pelucas en más de un sitio. En el momento que dijeron que iba a venir un autobús de Transportes Finisterre para llevarnos a todos hasta el Náutico fue cuando protesté: ¿y no me puede llevar algún lacayo a la sillita de la reina? Amancio también manifestó deseos de ser transportado en palanquín. Pero como no habían contratado suficientes lacayos-palanquines, fuimos hasta el Náutico trotando y dándole unos toques a un balón de yes para distraernos. Cuando llegamos allí, Amancio, ¡qué tío!, ya me había hecho cuatro caños y regateado doscientas veces. Un fenómeno, 82 años tiene el menda, o sea, el Amancio, y sigue teniendo un toque que te cagas. Cualquier día se lo presento a Católico Ronaldo a ver si se inspira y aprende cómo se hace un regate. La comida del Náutico cojonuda. Toda caliente  menos la sopa que sirvieron fría al punto de sorbete. Después de hacerlo, con propiedad mostrando el entablillado tricolor de mi dedo meñique, Amancio y yo nos marcamos la primera cantarela. Subimos al escenario, me adueñé del micrófono y le pregunté al respetable si querían escuchar la última de los Rolling Stones. Cuando el populacho, o sea, el vulgo, contestó un sí enfervorizado Amancio y un propio nos arrancamos por bulerías. Bien sentidas, eso sí. Parecía que alguien nos estuviera pisando mismamente los juanetes. Los padres del novio sonreían mientras distraían la cubertería de plata, los invitados metían la manga en el plato y un inconfundible aroma a cuesco perfumaba la estancia. Fue entonces cuando…





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