Iba monísima, también muy bien vestida.
Porque vosotros no fuisteis, ¿verdad? Pues yo sí, chincharos. Yo soy amigo de
Amancio de toda la vida. Y
claro, me invitó. Él lo sabe, tú lo
sabes, lo sabe everybody: no hay boda de postín ni mamoneo digno de ser
mamoneado si yo no soy invitado. Tan es
así, que me convierto en la salsa de todos los corrillos y en el perejil que
corona todas las conversaciones. Aunque,
aclaro. A este bodorrio no fui en plan salsa, que te quiero salsa. No. Fui a epatar, a ser visto y a
salir en todos los periódicos serios que
nos mienten a diario. ¿No me visteis? Efectivamente, yo era el guapo. El que a
su paso iba dejando un reguero de glamur. Pero, empecemos por el
principio. Y en el principio está el
Parrote, o como decimos los coruñentos “abarrote
en el Parrote”. Porque es ahí, en El Parrote, donde tiene su vivienda
principal Amancio, también conocido por papá, papuchi en ambientes íntimos y por padrino entre los familiares y amigos del novio. Fui porque
Amancio me dijo ven, y si él me dice ven
yo lo dejo todo. Cuando llegué en el portal comprobé que los cobradores
del frac se me habían adelantado. Delante de mí tenía a tres. Saqué algo de
calderilla del bolsillo, chasqueé la lengua como se hace para llamar la
atención de los perros y cuando les tiré
los patacones se pusieron todos a cuatro patas agradecidos ofreciéndome
sus cuartos traseros por si tenía alguna necesidad. Pasé de largo. Displicente.
Cosas que tenemos los estilosos. Subí en el ascensor comprobando la dureza del
entablillado del meñique y llamé al timbre de la puerta como lo hacían Los Invasores
(serie de culto). Me abrió él, mismamente, enseñándome un liguero que le
sujetaba un calcetín y la canilla de la otra pierna. Estaba guapísimo. Amancio
es lo que tiene: cualquier cosita le sienta bien. Como no podía ser de otra
manera, le sonreí ñoño. Pasé y fui directamente al mueble bar. Allí los conocí
a ellos, a los papás del novio. Del futuro usufructuario. Estaban literalmente
abalanzados sobre el caviar por lo que
me dirigí a la sección empanadas. Cuando salía de tortillas los observé con
detenimiento. Parecían contentos. Al papá parecía que le habían inflado el
pecho con un bombín, mientras que del
culo de la mamá parecía salir el inconfundible aroma de un cuesco. La gente
codeó cuando llegaron los canapés calientes y yo aproveché para llenar una
fiambrera a la que los bilingües llaman tupperware. ¡Qué dispendio! Los
pretenciosos, los pijos, los aspirantes y los chulitos habituales departían e
intercambiaban chascarrillos. Algún vejete, modelo pijo hípica año 1966, iba
ataviado con coleta y un pan de mollete al lado al que llamaba hijo. Los saludé
a todos, atento a la cartera. Piropeé convenientemente a las mujeres, quedé con
tres para más tarde por donde quedan los retretes y llené otra fiambrera para
el día de mañana. Amortización del alquiler del smoking se llama eso. Porque,
¿no lo os había dicho? Los hombres ibamos vestidos así y las mujeres de largo
floripondio. También se veía mucho la versión mesa camilla y el tentetieso de
ocasión. Las había que llevaban pamelas, otras tocados y algunas pelucas en más
de un sitio. En el momento que dijeron que iba a venir un autobús de
Transportes Finisterre para llevarnos a todos hasta el Náutico fue cuando
protesté: ¿y no me puede llevar algún
lacayo a la sillita de la reina? Amancio también manifestó deseos de ser
transportado en palanquín. Pero como no habían contratado suficientes
lacayos-palanquines, fuimos hasta el Náutico trotando y dándole unos toques a
un balón de yes para distraernos. Cuando llegamos allí, Amancio, ¡qué tío!, ya
me había hecho cuatro caños y regateado doscientas veces. Un fenómeno, 82 años
tiene el menda, o sea, el Amancio, y sigue teniendo un toque que te cagas.
Cualquier día se lo presento a Católico Ronaldo a ver si se inspira y aprende
cómo se hace un regate. La comida del Náutico cojonuda. Toda caliente menos la sopa que sirvieron fría al punto de
sorbete. Después de hacerlo, con propiedad mostrando el entablillado tricolor
de mi dedo meñique, Amancio y yo nos marcamos la primera cantarela. Subimos al
escenario, me adueñé del micrófono y le pregunté al respetable si querían
escuchar la última de los Rolling Stones. Cuando el populacho, o sea, el vulgo,
contestó un sí enfervorizado Amancio y un propio nos arrancamos por bulerías.
Bien sentidas, eso sí. Parecía que alguien nos estuviera pisando mismamente los
juanetes. Los padres del novio sonreían mientras distraían la cubertería de
plata, los invitados metían la manga en el plato y un inconfundible aroma a
cuesco perfumaba la estancia. Fue entonces cuando…
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