La verdad, al igual que
el nombre de Dios, no se debería de mentar en vano, y menos todavía sin
demostración científica de que exista ninguna de las dos cosas.
Porque, pongamos como
nos pongamos, no sabemos si existe la verdad o siquiera existe Dios. A ver, no
hablo de lo que uno piensa o de lo que uno crea, que es otra industria; tampoco
hablo de los convencidos de que la verdad es la suya, de esos que dicen “mi
verdad” y después se quedan tan anchos. No, no hablo de esos porque no tengo
necesidad. Lo que digo es otra cosa,
digo que la verdad no existe. Ni la tuya, ni la mía, ni la de nadie, ni
siquiera la del Espíritu Santo. Lo que existe es el depende, y además hasta la
exageración.
En otro orden de cosas
cabría preguntarse entonces ¿para qué sirve la verdad? ¿Para incomodar, para
denunciar, para presumir, para ir de casto, de puro, de cátaro, de pepito
grillo, para tener razón? ¿Para qué? Que
alguien lo explique, por favor, porque a
mí la verdad me confunde.
Me confunden los que
creen estar en posesión de la verdad, y me confunden por una razón: porque
siempre es “su” verdad. No la objetiva, que no existe, sino la particular o la
de terceros o la que adaptamos a nuestros deseos, a nuestras querencias o a
nuestras necesidades.
Damos por bueno que si
alguien, de nuestra cuerda, nos dice algo, nos lo dice de verdad. Por supuesto,
faltaría más. Además, si tenemos en cuenta otros parámetros incluso puede ser
que tengan razón.
Pongo un ejemplo:
No es lo mismo que
millones de personas estén de acuerdo en una verdad, que una minoría sostenga
que la verdad no existe. Y no lo es por esa ley ácrata que dice que la verdad,
caso de existir, es innecesaria y siempre prescindible.
Ojito, estoy hablando
de la ley de la acracia que en su primer
enunciado sostiene: “Señores, coman
mierda. Un millón de moscas no se pueden equivocar”.
Así que, amigos
Sanchos, amigos de la verdad, de aquí y de allí, elegid la verdad que más os
convenga, pero no tratéis de convencerme de “vuestra” verdad fijando vuestras
pupilas azules en mis pupilas marrones no fuere a ser que un millón de moscas
acudan confundidas a cargarse en la puñetera verdad.
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