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martes, 25 de diciembre de 2018

En un sarao.


No soy yo un tipo que suela prodigarse en actos sociales, la verdad. Pero aun así, a veces, voy a alguno. Eso sí, siempre rosmando. Comprenderme, uno tiene su carácter, más historia detrás que delante y no tengo culpa de que la vida me hiciera así: rebelde y oveja. Descreído del mundanal ruido, de la liturgia que comporta la sociabilidad y al mismo tiempo manso que te quiero manso. Por tanto, si a esas cosas son otros los que van, pues mejor. Faena que me ahorro. Encima, comodón que es el menda.
Pese a los antecedentes, un día fui a la  presentación de un libro. También tengo días exagerados, manifiesto. De  ringorrango convendría puntualizar, pero desclasado: no había canapés que apaciguaran mi hambre de cultura. Superado el chasco y con el estómago vacío, procedí a sentarme. El auditorio de dimensiones generosas veía rellenado su aforo en cuarto y mitad. El lugar era céntrico, fácil de llegar e imposible para aparcar. Entre los asistentes había señoras mayores, supongo que por el turno familiar, un sinfín de parientes y los consabidos intelectuales de canapé posando con sonrisa de  péplum para el becario de un periódico encargado de inmortalizar el acto. Sobre el escenario, detrás de una alargada mesa, tres personajes: el autor del libro, el editor del mamotreto y un intelectual de reconocido prestigio. Las señoras estiraron la faja, era invierno, fruncieron los morros para darse otra capa de carmín en el belfo y en poniendo cara de éxtasis, preparados, listos, ya, dio comienzo el aquelarre. Éxtasis sí, esta no, esta me la como yo, tarareaba para mí, desbarrando un Chimo Bayo. El escritor bien. Sobrio, preciso y escueto. Frufrú de visones para celebrar. Rumor de abalorios por las muñecas. El editor en la línea que se le supone a un editor: Parole, parole, parole. Se marcó un Gianni Ferrio con la mala suerte para nosotros, los sufridos asistentes, que el gachó cantaba peor que Mina. Pero entonces llegó él, el escritor de reconocido prestigio. ¡Yeahhh! Parecía estar allí para rescatar al editor y para transportar a base de lisonjas al autor ante las mismísimas puertas del soponcio. Eso sí, lo hacía a base de indirectas. ¡Qué fenómeno, no le entendí nada y a la vez lo comprendí todo! Habló, creo, sobre 10 minutos. Aproximadamente, tampoco cronometré si los 10 minutos fueron una hora  porque poder podría haber sido. Y en esos 10 minutos, esos eternos 10 minutos, el muy eminente, se las apañó para traer a colación media docena de citas. Lo  juro o lo prometo. Según prefieran ustedes. Como es natural, el público asistente oscilaba entre el apabullamiento más apabullado y entre esponjarse todavía más la laca de la cabellera y provocar así el aumento del agujero de la capa de ozono. O  sea, me refiero. Aunque a alguna vi, dicho sea sin retintín alguno, mesarse las bragas del gustirrinín. Y es que sabido es, que los intelectuales máxime si son de prestigio, suelen tener cuerpo de  glosa y gustar del uso y del abuso de pamemas. Y para eso, nada mejor que regalar a los oídos repletos de cerumen con media docena de citas de estraperlo. Al fin y a la postre, nadie se va a molestar en comprobar si son ciertas o más falsas que Judas. Aunque, ahora que recapacito, lo peor no sé si fue tener que soportar tal desparrame de cultura o que no me regalaron el libro. No lo sé. Tampoco le importa a nadie, ni siquiera a mí.

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