Todo el mundo sabe que,
según el protocolo, si la reina de Inglaterra y yo nos encontrásemos en un
ascensor sería ella la que me tendría que ceder el paso al estar yo más
titulado que ella.
Soy príncipe de
trompicayo, duque pilonero, marqués de ofertas, conde y míster alcampo, barón
de mercadona e hidalgo majadero. Además, atendiendo a mí divisa Sobre todo educación y buenos alimentos,
ceder el paso a Sabela tan principal sería de obligado cumplimiento. Lo de la
zancadilla pudiera ser. También tengo el bachillerato, que se me olvidaba, y me
gusta el roncanrol.
Pese a títulos tan
apabullantes ni me doy ínfulas ni reclamo derecho a pernada alguna. Demasiados
desclasados hay ya poniendo guiones entre sus apellidos, haciéndose los giliguays.
Por eso no me extrañó que ayer, cuando estaba leyendo Mi familia y otros animales de Gerald Durrel, me llamase él. Lo reconocí a la primera; su voz gangosa, su campechanía y su buen humor delatan hasta al más vulgar del huido campechano. Me dijo “Vente “pa” Abu Dabi, Luis Germán”.
Y cogí y fui.
Cuando llegué a la
modesta pensión en la que se aloja, un siete estrellas de tres al cuarto y más
hortera que un programa de las Campos, me presentó a sus Corinas. Las tiene
numeradas por versículos. Según me dijo una era la encargada de las pastillas,
otra de los masajes y las demás se ocupaban de la realidad virtual. Después nos
fuimos al desierto a practicar la cetrería. Allí entre las dunas se sinceró. Me
informó de que estaba muy arrepentido, insistió en que no volvería a suceder y
me dijo que su niño, don preparadito y marido in pectore de recauchutados la
asturiana, le había obligado a escribir 100 veces Ay, qué
risa, se acabó la sisa.
Y así anda él, rumiando
penas por pensiones de mala muerte, deseoso de volver y arrodillarse en la
mezquita de Santa Sofía suplicando perdón para seguir dando por… Bueno, ya
sabéis, que éste hombre por el griego conocida es su afición.
Implora, pues, que escuche
España su aflicción y agradece que los palmeros sigan dando palmas en Las
Palmas.
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