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jueves, 9 de agosto de 2018

Mi viaje a Italia.



     A veces, lo mejor es copiar y pegar en alguna neurona la ocurrencia de un ajeno. Me ocurrió el otro día. Estaba leyendo el libro de Javier Reverte, Un octubre romano, cuando una frase del libro afloró un antiguo recuerdo. Comentaba Reverte otro libro, Historias de Roma, de Enric González, en el que éste  sugería a los futuros viajeros a esa ciudad comprarse como  suvenir unos calcetines. Pero no unos calcetines cualquiera. Unos calcetines de cardenal. La ocurrencia, por supuesto, me entusiasmó al recordarla. Después, releí el libro de Enric hasta encontrar la anécdota. En él también apunta que si eres de naturaleza osada puedes llevar el antojo más lejos y añadir a tu cesta de la compra  un liguero como los que usan los cardenales los días de jacaranda. Como a esto último no le veo aplicación práctica, aun habiendo jacaranda, me ahorraré el dispendio. Pero como soy curioso anduve revolviendo allende esas páginas de internet. Encontré otra cosa que sí puede serme de utilidad en estos tiempos en los que impera la moda del canotier veraniego, del sombrero panamá o del borsalino entre los guays que no llegan a chachis. Comprarme un solideo. Sería lo más. Además, andaría a un paso de completar mi colección. Se uniría a mi kipá y a mí taquiyah. Y, colección completada. Al menos, de momento. Las colecciones se empiezan para dejarlas inconclusas. Así que, hasta que empiece, algún día sucederá el milagro, a viajar por Asia, por África, por Oceanía, por…, yo qué sé, por ahí. ¡Me queda tanto por ver!, apunto tamañas ocurrencias. Tales reflexiones, hondas a más no poder, reafirman aquello que decía el famoso monólogo de Segismundo: “los sueños, sueños son”. Por lo menos, en el caso de las calzas, el sueño  alcanzable es. Pero como para reincidir en la tarea de romero, el que va a Roma, conviene prepararse, leo. La lista de libros es interminable. Como la novela. Sobre Roma escribió desde Dickens hasta Twain pasando por Stendhal, Cervantes o Quevedo por poner somero ejemplo. Allí, también, hicieron parada y fonda los románticos ingleses e incluso un escritor de la generación llamada “beat” tuvo el capricho de ser enterrado en uno de los cementerios más célebres del mundo, el acatólico. Corso  comparte espacio con Keats, con Shelley, el marido de Mary, la que escribió Frankenstin y con el primer eurocomunista italiano conocido, Gramsci. A pesar de tal abundancia de muerto ilustre creo que allí no me llevarán mis pies. Al menos, en este viaje. Soy de placeres más mundanos. Recorreré esos almacenes dedicados al latrocinio que tienen en el Vaticano, disfrutaré con la Capilla Sixtina y me entusiasmaré con las habitaciones que Rafael pintó para el Papa Julio II. Después me extasiaré con el Panteón de Agripa y esa noche leeré al popular poeta, queridísimo entre los romanos, Giuseppe Belli. Sus sonetos en romanesco siempre ofrecen inspiración al necesitado. Haciéndolo vendrá a mí memoria el gran Rafael, que enterrado está en el Panteón, y del que dicen que se murió por los excesos de una noche de amor. Regresaré, otra vez, a Belli y celebraré su famoso polvo echado en el confesionario de una conocida iglesia. Será el momento de cruzar los dedos. Que Dios reparta suerte. El Trastévere me está esperando. El Gianicolo, la plaza de Campidoglio y los sampietrinis pondrán a prueba pies y piernas. Y, para repostar, qué mejor: un buen frascati, una porchetta y una pasta all’amatriciana. De postre un fabuloso gelatto. Roma, la ciudad museo, la llena de muertos con los ciudadanos más vivos, me está esperando. Impaciente espero yo el momento. ¿Cuándo? No sé. Eso sí, la próxima semana seguiremos hablando del gobierno.
   Como colofón, y para que os hagáis una idea de por qué el funcionario Giuseppe Belli es aún hoy día tan querido por los romanos, oso recomendar uno de sus libros: 99 sonetos romanescos. Y como muestra bien vale un botón; ahí va uno la mar de ilustrativo de cómo se las gastaba este funcionario, que  lo fue, del Vaticano.
Pues sí, señor: esta soltera puta
le ha enviado al vicario un memorial
en el que dice que yo le di por detrás
y le rompí la verja de la gruta.
Le contesté que aquello era un camelo
y que mi pájaro ya no tiene plumas,
y él mandó un doctor para mirármela
y ver si el coño estaba entero.
Dije: “No voy a dejarle—ni con guantes—
que la toque”, más esa sucia guarra
se dejó por detrás y por delante.
¿Y eso está bien? ¿Y cómo han aprendido,
por Cristo, todos esos santos curas
a juzgar sobre el coño y sobre el pito.

Reitero: los romanos lo adoran. Es uno de los suyos. Intuyo que también de los míos.

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