A veces, lo mejor es copiar y pegar en
alguna neurona la ocurrencia de un ajeno. Me ocurrió el otro día. Estaba
leyendo el libro de Javier Reverte, Un octubre romano, cuando una frase del
libro afloró un antiguo recuerdo. Comentaba Reverte otro libro, Historias de
Roma, de Enric González, en el que éste
sugería a los futuros viajeros a esa ciudad comprarse como suvenir unos calcetines. Pero no unos
calcetines cualquiera. Unos calcetines de cardenal. La ocurrencia, por
supuesto, me entusiasmó al recordarla. Después, releí el libro de Enric hasta
encontrar la anécdota. En él también apunta que si eres de naturaleza osada
puedes llevar el antojo más lejos y añadir a tu cesta de la compra un liguero como los que usan los cardenales
los días de jacaranda. Como a esto último no le veo aplicación práctica, aun
habiendo jacaranda, me ahorraré el dispendio. Pero como soy curioso anduve
revolviendo allende esas páginas de internet. Encontré otra cosa que sí puede
serme de utilidad en estos tiempos en los que impera la moda del canotier
veraniego, del sombrero panamá o del borsalino entre los guays que no llegan a
chachis. Comprarme un solideo. Sería lo más. Además, andaría a un paso de
completar mi colección. Se uniría a mi kipá y a mí taquiyah. Y, colección
completada. Al menos, de momento. Las colecciones se empiezan para dejarlas
inconclusas. Así que, hasta que empiece, algún día sucederá el milagro, a
viajar por Asia, por África, por Oceanía, por…, yo qué sé, por ahí. ¡Me queda
tanto por ver!, apunto tamañas ocurrencias. Tales reflexiones, hondas a más no
poder, reafirman aquello que decía el famoso monólogo de Segismundo: “los
sueños, sueños son”. Por lo menos, en el caso de las calzas, el sueño alcanzable es. Pero como para reincidir en la
tarea de romero, el que va a Roma, conviene prepararse, leo. La lista de libros
es interminable. Como la novela. Sobre Roma escribió desde Dickens hasta Twain
pasando por Stendhal, Cervantes o Quevedo por poner somero ejemplo. Allí,
también, hicieron parada y fonda los románticos ingleses e incluso un escritor
de la generación llamada “beat” tuvo el capricho de ser enterrado en uno de los
cementerios más célebres del mundo, el acatólico. Corso comparte espacio con Keats, con Shelley, el
marido de Mary, la que escribió Frankenstin y con el primer eurocomunista
italiano conocido, Gramsci. A pesar de tal abundancia de muerto ilustre creo
que allí no me llevarán mis pies. Al menos, en este viaje. Soy de placeres más
mundanos. Recorreré esos almacenes dedicados al latrocinio que tienen en el
Vaticano, disfrutaré con la Capilla Sixtina y me entusiasmaré con las habitaciones
que Rafael pintó para el Papa Julio II. Después me extasiaré con el Panteón de
Agripa y esa noche leeré al popular poeta, queridísimo entre los romanos,
Giuseppe Belli. Sus sonetos en romanesco siempre ofrecen inspiración al
necesitado. Haciéndolo vendrá a mí memoria el gran Rafael, que enterrado está
en el Panteón, y del que dicen que se murió por los excesos de una noche de
amor. Regresaré, otra vez, a Belli y celebraré su famoso polvo echado en el
confesionario de una conocida iglesia. Será el momento de cruzar los dedos. Que
Dios reparta suerte. El Trastévere me está esperando. El Gianicolo, la plaza de
Campidoglio y los sampietrinis pondrán a prueba pies y piernas. Y, para
repostar, qué mejor: un buen frascati, una porchetta y una pasta all’amatriciana.
De postre un fabuloso gelatto. Roma, la ciudad museo, la llena de muertos con
los ciudadanos más vivos, me está esperando. Impaciente espero yo el momento.
¿Cuándo? No sé. Eso sí, la próxima semana seguiremos hablando del gobierno.
Como colofón, y para que os hagáis una idea
de por qué el funcionario Giuseppe Belli es aún hoy día tan querido por los
romanos, oso recomendar uno de sus libros: 99 sonetos romanescos. Y como muestra
bien vale un botón; ahí va uno la mar de ilustrativo de cómo se las gastaba
este funcionario, que lo fue, del
Vaticano.
Pues
sí, señor: esta soltera puta
le
ha enviado al vicario un memorial
en
el que dice que yo le di por detrás
y
le rompí la verja de la gruta.
Le
contesté que aquello era un camelo
y
que mi pájaro ya no tiene plumas,
y
él mandó un doctor para mirármela
y
ver si el coño estaba entero.
Dije:
“No voy a dejarle—ni con guantes—
que
la toque”, más esa sucia guarra
se
dejó por detrás y por delante.
¿Y
eso está bien? ¿Y cómo han aprendido,
por
Cristo, todos esos santos curas
a
juzgar sobre el coño y sobre el pito.
Reitero: los romanos lo
adoran. Es uno de los suyos. Intuyo que también de los míos.
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