Me cago en mí mala suerte, porque si esto no
es tener mala suerte y para cagarse en la autoridad competente, que venga Dios
y lo vea. En todo caso, juzguen ustedes mismos lo que me pasó el otro día y
sean indulgentes.
El otro día, que me desperté inquieto, decidí
que había llegado la hora de ser como todo el mundo. Y me interrogué a mí
mismo: ¿qué es lo que hace todo el
mundo? Y me contesté, pues el Camino, coño, el Camino. Y lo hice, hice el
Camino. Lo hice en bici, ¡qué cojones, ya puestos!
Cogí la bici, la introduje en el coche y me
fui a Ponferrada que es un sitio. Cuando llegué desayuné un bocadillo de
panceta con pimiento italiano de Bembibre y después de trasegar un par de sol y
sombras y corregir la deforestación poniendo un pino encontré ánimos suficientes
para comenzar. Llegué a Santiago de Compostela a mediodía, y después de estar
más tiempo haciendo cola delante de la
Oficina del Peregrino del que invertí en hacer el trayecto, el funcionario eclesiástico
me dijo que NO reunía los requisitos para obtener La Compostela. Ante el
asombro del funcionario procedí a cagarme en San Pito Pato. Someramente, todo
sea escrito. Una vez recuperado del exabrupto le mostré la bici exhortándole a
que comprobara el cuenta kilómetros de la misma. Aproveché la coyuntura y le
recordé las normas:
“Señor—era un hombre, entonces supongamos—,
las normas dicen que obtiene la credencial llamada La Compostela, todo
peregrino que haga el Camino andando, o a caballo, durante 100 kilómetros. 200
kilómetros para el caso de los que lo hicieren en bici. Y yo, como puede usted
comprobar con sus propios ojos, he
cumplido más que de sobra. Y si no, fíjese, en el cuenta kilómetros, marca
5.200. Así que, no me sea tiquismiquis y olvídese de que me he pasado de
frenada 5.000 kilómetros; y ya que estoy aquí, compórtese como un buen
cristiano y hágame el favor de darme el papelorio ese. Tampoco le estoy
pidiendo que me lo envuelva; cosa que, sin duda, requeriría de esfuerzo ímprobo”
Pues nada, ni así, ni argumentado. ¡Cabrón! Que si las normas son las normas,
que si el que tiene pase pasa y que el que no lo tiene no pasa y que si el
Pisuerga pasa por Valladolid. Un lío. Total, que no hubo manera. Resignado a mí
mala suerte, cogí la bici, que por cierto pesaba un quintal, y cuando me
dirigía al coche que había dejado en triple fila en medio de una algarabía de
cláxones de gente que protestaba por alguna idiotez, me di la vuelta y le pregunté
al funcionario de los cojones de la Oficina del Peregrino:
“Disculpe, ¿me podría decir usted,
inflexible funcionario, en qué contenedor se tiran las bicis en esta ciudad? A
lo que el muy conacho* contestó:
“Hombre, si la va a tirar me la quedó yo. Mi
señora hace tiempo que desea tener una de esas” Y como a pesar de ser un peregrino
incomprendido, soy un hombre sin rencor, le regalé al conacho del funcionario
la dichosa bici estática.
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