Buscar este blog

lunes, 20 de agosto de 2018

Escritor modelo peina cabras.



  Hace unos meses, quizás un año o dos, me encontré con mi amiga Belén Mariño. Me dijo que estaba leyendo Moby Dick en inglés. En ese momento, me acordé del comienzo: Llamadme Ismael. De nada más. Cuando llegué a casa, cogí un ejemplar del libro y lo que leí en la primera página me dejó absolutamente deslumbrado.
"Llamadme Ismael («Call me Ishmael»). Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala. Catón se arroja sobre su espada, haciendo aspavientos filosóficos; yo me embarco pacíficamente. No hay en ello nada sorprendente. Si bien lo miran, no hay nadie que no experimente, en alguna ocasión u otra, y en más o menos grado, sentimientos análogos a los míos respecto del océano".
   —¡Fantástico!—pensé—. Daría algo por escribir un comienzo así.
    Máxime si tengo en cuenta que siempre tengo muchísimos problemas con las primeras frases a la hora de acometer un relato largo; y que es ahí, según los estudiosos, donde se concentra el meollo de la cuestión, donde se marca el estilo o donde, simplemente, se marcan las pautas del ulterior desarrollo de la trama.
   Sin embargo, pese a estar de acuerdo con todo lo anterior y con toda la teoría que hay al respecto, creo que cada escritor es muy libre de elegir su camino y que, en todo caso, cada uno lo hace lo mejor que puede.
   Viene todo lo anterior a cuento, porque cuando escribí mi primera novela probé tropecientos comienzos y ninguno me gustó. Incluido el que finalmente se publicó.        Pero como soy un tipo práctico, y más simple que el mecanismo de un botijo, no me paro en barras ante este tipo de cuestiones. Opto por seguir adelante, y después ya se verá llegado el momento de las correcciones lo que se decide. Y por mucho que a mí también me gustara empezar una novela con una frase que marcara estilo e hiciera historia, me rindo a la evidencia de mí sencillez, tengo en cuenta mis limitaciones y elijo aquello que me parece más acorde a mí estilo. Pese a todo, soy consciente de que el comienzo de algunas novelas es inconmensurable. 
   Por eso, llegada la hora de escribir mi segunda novela, superados ya ciertos atavismos, elegí escribir para el comienzo un diálogo de apenas unas cuantas líneas. Y no sé si lo sabéis, pero dicen los que entienden que hacer eso es un error garrafal, propio de principiantes. Que empezar así es abocarse a la catástrofe. Y no seré yo el que lo discuta ni el que lleve la contraria. Pero, ¿si me apetecía comenzar con un diálogo, por qué no habría de hacerlo? Al fin y al cabo, soy libre. Al menos, esa ilusión tengo. En todo caso, soy un escritor sin ningún ánimo de trascendencia, que escribe porque le gusta y lo que le gusta. Modelo peina cabras. Epígrafe éste, por cierto, que tampoco he  inaugurado yo. Aunque, la verdad, ahora que lo pienso me asalta una duda: ¿cuándo Hemingway empezó el cuento Las nieves del Kilimanjaro con un diálogo era ya un escritor modelo peina cabras o se hizo después?
   Y que conste que me importa un huevo la respuesta, y que Las nieves del Kilimanjaro me gustó la yema del otro.
 
  

No hay comentarios:

Publicar un comentario