Buscar este blog

jueves, 30 de agosto de 2018

Epístola de San Germán a los Adefesios.


   Queridos, queridas:
   Tengo el gusto de informaros de que estaba viendo la televisión, a veces pasa, cuando de repente salió una señorita en pantalla, por la que no guardo simpatía alguna, y dijo:
   “Si os fijáis en los que, en las redes sociales, nos insultan llamándonos feos, y os molestáis y entráis en su perfil, os daréis cuenta de que, habitualmente, el que insulta es más feo que el culo de un mandril”.
   Y la verdad, creo que, en este caso, la energúmena y también insultadora televisiva tenía razón. Quizá por eso, me pregunté: “¿y dónde cojones está el mérito de ser guapo o guapa?” Porque, que yo sepa, excepto las personas que voluntariamente eligen el camino de convertirse en plexiglás, todas las demás se tiene que conformarse y aguantarse con lo que caiga en suerte.
   En todo caso, queridos mandriles, reclamaciones  al maestro armero, a las leyes de Mendel, no confundir con Händel que ese es el de las bodas, o a quién consideréis pertinente. Pero no insultéis, queda feo.
   Además, y por si no todavía no os habéis dado cuenta, tampoco queda nada bien ir de chachi y no llegar ni a guay. Así que, no lo hagáis. Pero como vais a seguir haciendo lo que se os ponga en las gónadas, cosas del famoso libre albedrío de los cojones, que sepáis que a mí plín y que yo lo único que quería era entretenerme un ratín.
Y ahora, como decía otra conacha televisiva, colega de la anterior mentada: “hasta luego, guapis. Que os vaya bien.”

sábado, 25 de agosto de 2018

Historias de la bici.


https://www.youtube.com/watch?v=fqaC3zC7Udo


   Me cago en mí mala suerte, porque si esto no es tener mala suerte y para cagarse en la autoridad competente, que venga Dios y lo vea. En todo caso, juzguen ustedes mismos lo que me pasó el otro día y sean indulgentes.
  El otro día, que me desperté inquieto, decidí que había llegado la hora de ser como todo el mundo. Y me interrogué a mí mismo: ¿qué  es lo que hace todo el mundo? Y me contesté, pues el Camino, coño, el Camino. Y lo hice, hice el Camino. Lo hice en bici, ¡qué cojones, ya puestos!
   Cogí la bici, la introduje en el coche y me fui a Ponferrada que es un sitio. Cuando llegué desayuné un bocadillo de panceta con pimiento italiano de Bembibre y después de trasegar un par de sol y sombras y corregir la deforestación poniendo un pino encontré ánimos suficientes para comenzar. Llegué a Santiago de Compostela a mediodía, y después de estar más tiempo haciendo cola delante  de la Oficina del Peregrino del que invertí en hacer el trayecto, el funcionario eclesiástico me dijo que NO reunía los requisitos para obtener La Compostela. Ante el asombro del funcionario procedí a cagarme en San Pito Pato. Someramente, todo sea escrito. Una vez recuperado del exabrupto le mostré la bici exhortándole a que comprobara el cuenta kilómetros de la misma. Aproveché la coyuntura y le recordé las normas:
   “Señor—era un hombre, entonces supongamos—, las normas dicen que obtiene la credencial llamada La Compostela, todo peregrino que haga el Camino andando, o a caballo, durante 100 kilómetros. 200 kilómetros para el caso de los que lo hicieren en bici. Y yo, como puede usted comprobar con sus  propios ojos, he cumplido más que de sobra. Y si no, fíjese, en el cuenta kilómetros, marca 5.200. Así que, no me sea tiquismiquis y olvídese de que me he pasado de frenada 5.000 kilómetros; y ya que estoy aquí, compórtese como un buen cristiano y hágame el favor de darme el papelorio ese. Tampoco le estoy pidiendo que me lo envuelva; cosa que, sin duda, requeriría de esfuerzo ímprobo” Pues nada, ni así, ni argumentado. ¡Cabrón! Que si las normas son las normas, que si el que tiene pase pasa y que el que no lo tiene no pasa y que si el Pisuerga pasa por Valladolid. Un lío. Total, que no hubo manera. Resignado a mí mala suerte, cogí la bici, que por cierto pesaba un quintal, y cuando me dirigía al coche que había dejado en triple fila en medio de una algarabía de cláxones de gente que protestaba por alguna idiotez, me di la vuelta y le pregunté al funcionario de los cojones de la Oficina del Peregrino:
   “Disculpe, ¿me podría decir usted, inflexible funcionario, en qué contenedor se tiran las bicis en esta ciudad? A lo que el muy conacho* contestó:
   “Hombre, si la va a tirar me la quedó yo. Mi señora hace tiempo que desea tener una de esas” Y  como a pesar de ser un peregrino incomprendido, soy un hombre sin rencor, le regalé al conacho del funcionario la dichosa bici estática.

*El término conacho procede de Ferrol. El ferrolano, Guillermo Fernández tiene una novela publicada con ese título “Conacho” y este otro libro: “EL FERROLANO UN ESTUDIO DEL HABLA LOCAL. FORMA DE HABLAR EN FERROL IDIOMA PROPIO DE FERROL PALABRAS FERROLANAS LOCALES”




jueves, 23 de agosto de 2018

El sueño de la razón produce monstruos.

https://www.youtube.com/watch?v=RTgKpVTP55w&t=17s


   Creo que a mí la gente debería darme siempre la razón, aunque no la tuviera. Como a los locos. Además, casi siempre la tengo. Al menos, nueve de cada diez veces. Y me pregunto yo, ¿si nueve de cada diez veces es casi siempre, por qué la gente no me da la razón casi nunca? No tengo con quien hablar de este tema sosegadamente. Para qué. La gente se empeña en no ceder; siempre quieren ser ellos los que tengan la razón. La consecuencia de que los demás se equivoquen tanto es que yo siempre quedo del lado de la minoría. Y  eso es incómodo. Sobre todo para un tío que siempre tiene la razón. Porque si soy republicano es porque es el sistema más justo, no porque tenga la razón; si soy ateo es porque la religión se me antoja un galimatías, no porque tenga la razón, o en todo caso porque si Dios existiera habría que correrlo a palos por su sinrazón; y si soy del Barça es porque la mayoría es del Real Madrid, no porque yo sea de Barcelona. Todo es así en mí vida, un no parar de tener la razón. Creo que si mi vida fuera llevada al cine, tema hay, la película se titularía De profundis, el tío que siempre tenía la razón. Ay, qué agobio. Toda la vida así, y ya van 60 años de ser así. Y no es que yo sea un erre que erre, o un tipo de tocar los bemoles o que me falta empatía de algún tipo. Nada de eso. El problema está en que los demás no piensan como yo y que además no tienen la razón casi nunca. Quizá por eso me llevan la contraria. Pero, no os preocupéis, lo llevo bien. Estoy tan acostumbrado a tener razón y a que se la den a otro, que ya ni me afecta. Asumo que soy un incomprendido con la naturalidad que tenemos los que tenemos la razón. Tampoco soy ningún rebelde sin causa ni ninguna de esas monsergas. Es más simple: soy un tío feliz como una perdiz. También hago saber que ser como yo está chupado. No tiene mérito. Si te haces el tonto frente a los listos, el chachi ante los guays y aprendes a decir sí señor, a sus órdenes señor, asunto arreglado. La cosa más fácil no puede ser. Al alcance de cualquiera. De quien no está al alcance es de esa gente que siempre está enfurruñada llevando la contraria. Qué estrés. Deben de vivir en un malvivir estos cascarrabias. En la acidez permanente. Haciendo oposiciones a úlcera de duodeno. Esa gente me reafirma en mí mismo, es más si me dieran a elegir entre ser como son ellos o ser como soy yo, elegiría tener razón. Al fin y al cabo, algo ya me voy conociendo y sé que casi siempre la tengo. Además, tengo acumulados doce quinquenios de mí mismo y sé que el pomelo no me  sienta bien y que aborrezco el vinagre que se gastan los avinagrados. Cada uno es como es. Y si sé que siempre tengo la razón, para qué me voy a contrariar. Sería de tonto, y para eso ya están los otros, los que se creen que siempre tienen la razón. Los listos.

lunes, 20 de agosto de 2018

Escritor modelo peina cabras.



  Hace unos meses, quizás un año o dos, me encontré con mi amiga Belén Mariño. Me dijo que estaba leyendo Moby Dick en inglés. En ese momento, me acordé del comienzo: Llamadme Ismael. De nada más. Cuando llegué a casa, cogí un ejemplar del libro y lo que leí en la primera página me dejó absolutamente deslumbrado.
"Llamadme Ismael («Call me Ishmael»). Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala. Catón se arroja sobre su espada, haciendo aspavientos filosóficos; yo me embarco pacíficamente. No hay en ello nada sorprendente. Si bien lo miran, no hay nadie que no experimente, en alguna ocasión u otra, y en más o menos grado, sentimientos análogos a los míos respecto del océano".
   —¡Fantástico!—pensé—. Daría algo por escribir un comienzo así.
    Máxime si tengo en cuenta que siempre tengo muchísimos problemas con las primeras frases a la hora de acometer un relato largo; y que es ahí, según los estudiosos, donde se concentra el meollo de la cuestión, donde se marca el estilo o donde, simplemente, se marcan las pautas del ulterior desarrollo de la trama.
   Sin embargo, pese a estar de acuerdo con todo lo anterior y con toda la teoría que hay al respecto, creo que cada escritor es muy libre de elegir su camino y que, en todo caso, cada uno lo hace lo mejor que puede.
   Viene todo lo anterior a cuento, porque cuando escribí mi primera novela probé tropecientos comienzos y ninguno me gustó. Incluido el que finalmente se publicó.        Pero como soy un tipo práctico, y más simple que el mecanismo de un botijo, no me paro en barras ante este tipo de cuestiones. Opto por seguir adelante, y después ya se verá llegado el momento de las correcciones lo que se decide. Y por mucho que a mí también me gustara empezar una novela con una frase que marcara estilo e hiciera historia, me rindo a la evidencia de mí sencillez, tengo en cuenta mis limitaciones y elijo aquello que me parece más acorde a mí estilo. Pese a todo, soy consciente de que el comienzo de algunas novelas es inconmensurable. 
   Por eso, llegada la hora de escribir mi segunda novela, superados ya ciertos atavismos, elegí escribir para el comienzo un diálogo de apenas unas cuantas líneas. Y no sé si lo sabéis, pero dicen los que entienden que hacer eso es un error garrafal, propio de principiantes. Que empezar así es abocarse a la catástrofe. Y no seré yo el que lo discuta ni el que lleve la contraria. Pero, ¿si me apetecía comenzar con un diálogo, por qué no habría de hacerlo? Al fin y al cabo, soy libre. Al menos, esa ilusión tengo. En todo caso, soy un escritor sin ningún ánimo de trascendencia, que escribe porque le gusta y lo que le gusta. Modelo peina cabras. Epígrafe éste, por cierto, que tampoco he  inaugurado yo. Aunque, la verdad, ahora que lo pienso me asalta una duda: ¿cuándo Hemingway empezó el cuento Las nieves del Kilimanjaro con un diálogo era ya un escritor modelo peina cabras o se hizo después?
   Y que conste que me importa un huevo la respuesta, y que Las nieves del Kilimanjaro me gustó la yema del otro.
 
  

La viñeta.



Salía el otro día de la abarrotada playa de Mera, cuando escuché brevemente la conversación que mantenía una pareja.
   Decía ella:
     ¿Y por qué todos estos (se refería a los mesetarios) no se irán a Benidorm?
  Contestó el hombre que la acompañaba:
    Convive, Maricarmen, convive.
   Claro, me acordé del chiste de Luis Dávila que acababa de ver esa misma mañana y que tan bien definía nuestro carácter. Porque los gallegos, por un lado somos combativos y reivindicativos; y por el otro, mansos a más no poder.
   Luis Dávila es un genio, al menos a mí se me antoja que lo es. En todo caso, un hombre capaz de resumir  en una viñeta nuestro carácter es un genio. Aunque, también es verdad, que los gallegos, somos muy parecidos a los demás. Por un lado somos complacientes; y por el otro, protestones.
   La conversación anterior define nuestro carácter al igual que lo hace la viñeta.
   Es así, somos así.
   En todo caso, comprendo a la turista inglesa que fue a Benidorm y se quejó de la cantidad de españoles que había en su hotel. Recordé que a mí me pasa lo mismo cuando voy a Londres. Siempre me quejo de la cantidad de ingleses que hay allí, y siempre me pregunto lo mismo: ¿por qué no se irán todos a Benidorm?


jueves, 16 de agosto de 2018

Historias del buzón.



   A mí el miedo me entra por el buzón. Cuando lo abro y veo una carta, cruzo los dedos. Posiblemente, esté ante el atraco mensual que sufro por parte de la eléctrica de turno, por los del ayuntamiento o por ese asalto habitual que me hacen los del agua. Siempre debo algo que me conminan a pagar inmediatamente si no quiero ser víctima de represalias. Porque si no pago a tiempo, los de la eléctrica me cortan la luz, los del ayuntamiento me fríen a recargos y los del agua me abocan a la guarrería. Y, pese a renegar del buzón, tengo que decir que al artilugio le he encontrado una utilidad que en ocasiones me ha salvado el culo y me ha hecho ahorrar dinero. Porque, es en el buzón (abierto), es donde guardo convenientemente disimulada la segunda llave del coche, y es en el coche donde tengo escondido un juego de llaves de mí casa. Así que, si por olvido o descuido, salgo de casa sin llaves (cosa que ya me ha sucedido), me ahorro la hipoteca que supone llamar a un cerrajero. Voy al buzón, cojo la llave, después al coche, y asunto solucionado. Sin embargo, de los sustos que me provoca el buzón no me libra ni dios. Todos los meses la misma jarana, los mismos apremios, las mismas facturas. La cosa, tal como está montada, no tiene arreglo, es inexorable. Suministros que deberían ser básicos, económicos y, en todo caso, propiedad de todos, están privatizados, y nosotros abocados a engordarle el cerdo a los propietarios de lo que nos es propio. Y nadie protesta, y todo el mundo paga, y todos contentos. Algunos son tan felices siendo atracados, que encima dan las gracias por servicios mal prestados y consideran estos atracos calidad de vida. Para celebrarlo se hacen cómplices de los atracadores y se alían con ellos domiciliándoles la tarea. Debido a las comodidades dadas, los cobradores se quedaron primero en paro y después pasaron al limbo de los oficios. Eso sí, los buzones que antes vivían abocados a la tela de araña por ausencia de cartas o, en el mejor de  los casos, a la soledad compartida con una llave, ahora reviven laureles en su nuevo rol de asusta personas. Claro que, cuando lo que veo en el buzón es un certificado, entonces del miedo paso al terror y me encomiendo a San Pito Pato, patrón del: “qué bien se está, cuando se está bien”

martes, 14 de agosto de 2018

Se acabó el trabajo, comenzó la diversión.

https://www.youtube.com/watch?v=lzyXrkEPgdg


   Como siempre, me equivoqué. Pensé que llegado el día de mí jubilación me iba a aburrir como una ostra, pero no. En absoluto; al contrario. Lo paso fetén. Eso sí, me pasan cosas raras. Por ejemplo, antes me costaba madrugar y salir a trabajar, a veces, era un tormento. Sin embargo, ahora me sucede lo contrario. Despierto y me levanto como un rayo. Contento igual que siempre, cierto es, pero liberado del tormento de tener que ir a trabajar. Y no es que el trabajo me disgustara, es que a veces era un tormento ir a trabajar. Claro que, también es cierto, que todavía no estoy jubilado. A mí me han amortizado, que es otra cosa. Para que os hagáis una idea de lo qué significa ser un amortizado sólo os diré algo: entre estar jubilado y estar amortizado hay la misma diferencia que entre estar pobre y estar en la ruina. ¿Aclarado? Pues, pelillos a la mar. Además, estar en la ruina es fácil: te jodes, y fin de la cuestión. Como decía, desde que estoy amortizado, no confundir con estar jubilado, mi vida en alguna cosa ha cambiado a peor y en la mayoría a mejor. Dinero versus tiempo libre. Otro abundamiento, ahora soy mucho más feliz. Hacía tantos años que el tiempo no me pertenecía, que si no fuera por el tema monetario los cojones echaría de menos la situación anterior. Además, si tengo lo que necesito, ¡qué más quiero Baldomero! Quién me lo iba a decir cuando empezó el proceso de la ruina que llegaría a este punto. Entonces la cosa fue dura, durísima. Tuve que superar muchas cosas, hacer muchos ajustes y lo peor de todo: asumir lo inevitable e intentar responder honestamente la pregunta del millón: ¿si soy un fenómeno en lo mío, cómo es que nadie me va a contratar nunca más? Tal vez, porque las cabezas pensantes de este país te declaran zona catastrófica a partir de los 55 años. Puede ser. En todo caso, conviene mantener la cabeza tranquila, tratar de no ponerse nervioso y no llevar un golpe. También tienes que aprender a lidiar bondadosos. Esos espontáneos que tratan de consolarte. Hablo de esos que te espetan nada más verte: “no te preocupes; a ti te aparece algo: seguro”. Y que después, como colofón a tanta buena voluntad, rematan la jugada con el popular dicho: “Dios aprieta, pero no ahoga”. Eso sí, ninguno te pregunta si necesitas algo no vaya a ser que les des un disgusto. Con darte consejitos y decirte buenas palabras se han ganado el cielo. Los que también deben de saber el cuento de que Dios aprieta, pero no ahoga, deben ser  los de la Agencia Tributaria. Quienes, al igual que los buitres, siempre están al quite para rematar el trabajo sucio que empezaron otros. Conmigo lo hicieron a conciencia: como unos auténticos profesionales. Estando en ese ínterin, aprendiendo a renunciar a cosas, y luchando en la medida de mis posibilidades contra molinos de viento, prescindí también de aquellos que trataban de darme consuelo recurriendo al dicho antes dicho. ¡Por pesados, por cansinos, porque me tenían hasta los huevos! Parafraseando a mí madre: “¿Por qué no os vais a darle la lata a los presos de Soria?”. Y allí los largué a todos. Que me disculpen los sorianos si les aumenté el censo de imbéciles. Pese a todo, la singladura del ajuste fue lenta, tanto que estuve a punto de naufragar a medio camino y sucumbir a la debacle. Los problemas se multiplicaban y la situación, por días, era insostenible. Fue en ese momento, quizá por aquello del Dios aprieta, pero no ahoga, cuando apareció alguien en mi vida que, sin saberlo, me salvó del abismo. Por eso, ahora cuando miro para atrás, olvidadas ya muchas cosas, doy gracias a la vida; y los días que me envalentono, me miento a mí mismo e irónicamente tarareo: que me ha dado tanto. Conste que no me estoy quejando. Ni antes, ni ahora, ni nunca. No va en mí ADN si es que yo tengo de eso. Más bien practico el cinismo del profesional de la supervivencia. Y si antes me hacía sufrir estar amortizado antes de lo debido; en todo caso: antes de lo que yo tenía calculado; ahora creo que no soy yo el que debe sentir ningún tipo de vergüenza por ello (cosa que, por otra parte, tampoco nunca sentí). En todo caso, si alguien tuviera la culpa  que sepa que por mí parte no hay reproches. Al contrario, siempre gracias. Soy un tipo que procura ser consecuente consigo mismo y con la vida. Y yo, en la vida, he elegido dormir bien. Quizá porque siempre he tenido presente aquello que decía Bismarck: “No he pegado ojo, me he pasado toda la noche odiando”. Y como eso debe de ser muy cansado, prefiero que sean otros los insomnes, otros los que odien.


jueves, 9 de agosto de 2018

Mi viaje a Italia.



     A veces, lo mejor es copiar y pegar en alguna neurona la ocurrencia de un ajeno. Me ocurrió el otro día. Estaba leyendo el libro de Javier Reverte, Un octubre romano, cuando una frase del libro afloró un antiguo recuerdo. Comentaba Reverte otro libro, Historias de Roma, de Enric González, en el que éste  sugería a los futuros viajeros a esa ciudad comprarse como  suvenir unos calcetines. Pero no unos calcetines cualquiera. Unos calcetines de cardenal. La ocurrencia, por supuesto, me entusiasmó al recordarla. Después, releí el libro de Enric hasta encontrar la anécdota. En él también apunta que si eres de naturaleza osada puedes llevar el antojo más lejos y añadir a tu cesta de la compra  un liguero como los que usan los cardenales los días de jacaranda. Como a esto último no le veo aplicación práctica, aun habiendo jacaranda, me ahorraré el dispendio. Pero como soy curioso anduve revolviendo allende esas páginas de internet. Encontré otra cosa que sí puede serme de utilidad en estos tiempos en los que impera la moda del canotier veraniego, del sombrero panamá o del borsalino entre los guays que no llegan a chachis. Comprarme un solideo. Sería lo más. Además, andaría a un paso de completar mi colección. Se uniría a mi kipá y a mí taquiyah. Y, colección completada. Al menos, de momento. Las colecciones se empiezan para dejarlas inconclusas. Así que, hasta que empiece, algún día sucederá el milagro, a viajar por Asia, por África, por Oceanía, por…, yo qué sé, por ahí. ¡Me queda tanto por ver!, apunto tamañas ocurrencias. Tales reflexiones, hondas a más no poder, reafirman aquello que decía el famoso monólogo de Segismundo: “los sueños, sueños son”. Por lo menos, en el caso de las calzas, el sueño  alcanzable es. Pero como para reincidir en la tarea de romero, el que va a Roma, conviene prepararse, leo. La lista de libros es interminable. Como la novela. Sobre Roma escribió desde Dickens hasta Twain pasando por Stendhal, Cervantes o Quevedo por poner somero ejemplo. Allí, también, hicieron parada y fonda los románticos ingleses e incluso un escritor de la generación llamada “beat” tuvo el capricho de ser enterrado en uno de los cementerios más célebres del mundo, el acatólico. Corso  comparte espacio con Keats, con Shelley, el marido de Mary, la que escribió Frankenstin y con el primer eurocomunista italiano conocido, Gramsci. A pesar de tal abundancia de muerto ilustre creo que allí no me llevarán mis pies. Al menos, en este viaje. Soy de placeres más mundanos. Recorreré esos almacenes dedicados al latrocinio que tienen en el Vaticano, disfrutaré con la Capilla Sixtina y me entusiasmaré con las habitaciones que Rafael pintó para el Papa Julio II. Después me extasiaré con el Panteón de Agripa y esa noche leeré al popular poeta, queridísimo entre los romanos, Giuseppe Belli. Sus sonetos en romanesco siempre ofrecen inspiración al necesitado. Haciéndolo vendrá a mí memoria el gran Rafael, que enterrado está en el Panteón, y del que dicen que se murió por los excesos de una noche de amor. Regresaré, otra vez, a Belli y celebraré su famoso polvo echado en el confesionario de una conocida iglesia. Será el momento de cruzar los dedos. Que Dios reparta suerte. El Trastévere me está esperando. El Gianicolo, la plaza de Campidoglio y los sampietrinis pondrán a prueba pies y piernas. Y, para repostar, qué mejor: un buen frascati, una porchetta y una pasta all’amatriciana. De postre un fabuloso gelatto. Roma, la ciudad museo, la llena de muertos con los ciudadanos más vivos, me está esperando. Impaciente espero yo el momento. ¿Cuándo? No sé. Eso sí, la próxima semana seguiremos hablando del gobierno.
   Como colofón, y para que os hagáis una idea de por qué el funcionario Giuseppe Belli es aún hoy día tan querido por los romanos, oso recomendar uno de sus libros: 99 sonetos romanescos. Y como muestra bien vale un botón; ahí va uno la mar de ilustrativo de cómo se las gastaba este funcionario, que  lo fue, del Vaticano.
Pues sí, señor: esta soltera puta
le ha enviado al vicario un memorial
en el que dice que yo le di por detrás
y le rompí la verja de la gruta.
Le contesté que aquello era un camelo
y que mi pájaro ya no tiene plumas,
y él mandó un doctor para mirármela
y ver si el coño estaba entero.
Dije: “No voy a dejarle—ni con guantes—
que la toque”, más esa sucia guarra
se dejó por detrás y por delante.
¿Y eso está bien? ¿Y cómo han aprendido,
por Cristo, todos esos santos curas
a juzgar sobre el coño y sobre el pito.

Reitero: los romanos lo adoran. Es uno de los suyos. Intuyo que también de los míos.