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jueves, 4 de abril de 2019

Mercenarios de la pluma.


Supongo que no será poca la gente que piense que es escritor es el que escribe libros, y no seré yo el que les quite la razón, porque la tienen, sino porque también. Efectivamente, escritor es el que escribe libros. Pero, no sé lo que pensaréis si os digo que yo sé de escritores  que jamás figurarán en manual alguno de literatura y que, aun así, son tan importantes, o más, que cualquier escritor profesional encumbrado en ese parnaso de las vanidades que parece ser el mundo literario. Porque, no sé si os lo habéis preguntado alguna vez, pero… ¿quién le escribe los discursos al presidente del gobierno, quién escribe los del rey, los de Leti©zia, los de los ministros o los de los próceres de la banca y amigos de los micrófonos y de salir en la prensa? ¿Quién? ¿Los escriben ellos? ¿Si, de verdad? Y otra curiosidad, ¿me podría decir Google, si fueran ellos los que realmente escribieran los discursos que nos endilgan, cuántas veces y en qué ocasiones utilizan el corrector que tiene el Word? Yo, por ejemplo, y no es por presumir, no lo utilizo nunca. Quizá debería. Nunca y jamás, aclaro, son sinónimos. O sea, sinónimo es lo contrario que antónimo, cosa ésta que viene de mezclar Antonio y de anónimo. Antonio, Antonio, que decía aquella. ¿Me explico? Pues, ¿por dónde iba? Ah, sí. Hablaba de escritores. Y sí, es verdad que yo, personalmente yo, manifiesto que admiro mucho a los escritores de discursos. La mayoría son funcionarios con altas capacidades, porque además de escribir discursos también tienen que hacer el trabajo del día a día que tienen encomendado. Se supone. Por tanto, proclamo que funcionario y vago no son ni sinónimo ni antónimo, son pringados de la orden de los trepas, lameculos y posiblemente semovientes. Mayormente. También conviene realzar el trabajo de otros literatos marginales, pero imprescindibles. Es de justicia ponderar el trabajo de los escritores de prospectos de medicinas por su gran aporte a la comprensión del mundo científico; agradecer el currelo de los escritores de resúmenes de argumentos de películas; el afán, la rapidez y la eficacia del redactor de necrológicas; y poner en valor a los amanuenses de anuncios de saunas de relax y lugares de expansión, y en general a todos aquellos que trabajan con denuedo favoreciendo el tránsito intestinal de izas, rabizas y colipoterras. Con especial mención para los afanados en el subgénero chapero exagerado de centímetro. Y es que si no fuera por el trabajo de estos escritores—por cierto, en el término va incluido el femenino— el mundo no sería el mismo. Incluso, y si lo pensáis bien, sería inhabitable. Porque, imaginaros que no hubiera un redactor que moderara los impulsos de los anunciantes…, viviríamos en la constante exageración: todas las películas serían obras maestras, los medicamentos además de efectivos serían chachis, los centímetros de los chaperos ciertos, lo de la silicona sería un mito y los argumentos de las películas guardarían  algún parecido con lo visto posteriormente. Así, que roguemos a Dios por el descanso del buen funcionario y escritor a tiempo parcial de discursos, y disculpémoslo: al fin y al cabo hacen lo que pueden  y escriben lo que el señorito del momento les demanda. Y es que, el empleador siempre tiene la razón. O sea, “que haga el favor de poner atención en la primera cláusula que es muy importante. Dice que… la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte  contratante de la primera parte.” (Una noche en la ópera)

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