Supongo que no será
poca la gente que piense que es escritor es el que escribe libros, y no seré yo
el que les quite la razón, porque la tienen, sino porque también.
Efectivamente, escritor es el que escribe libros. Pero, no sé lo que pensaréis
si os digo que yo sé de escritores que jamás
figurarán en manual alguno de literatura y que, aun así, son tan importantes, o
más, que cualquier escritor profesional encumbrado en ese parnaso de las
vanidades que parece ser el mundo literario. Porque, no sé si os lo habéis preguntado
alguna vez, pero… ¿quién le escribe los discursos al presidente del gobierno,
quién escribe los del rey, los de Leti©zia, los de los ministros o los de los
próceres de la banca y amigos de los micrófonos y de salir en la prensa?
¿Quién? ¿Los escriben ellos? ¿Si, de verdad? Y otra curiosidad, ¿me podría
decir Google, si fueran ellos los que realmente escribieran los discursos que
nos endilgan, cuántas veces y en qué ocasiones utilizan el corrector que tiene
el Word? Yo, por ejemplo, y no es por presumir, no lo utilizo nunca. Quizá
debería. Nunca y jamás, aclaro, son sinónimos. O sea, sinónimo es lo contrario
que antónimo, cosa ésta que viene de mezclar Antonio y de anónimo. Antonio,
Antonio, que decía aquella. ¿Me explico? Pues, ¿por dónde iba? Ah, sí. Hablaba
de escritores. Y sí, es verdad que yo, personalmente yo, manifiesto que admiro
mucho a los escritores de discursos. La mayoría son funcionarios con altas
capacidades, porque además de escribir discursos también tienen que hacer el
trabajo del día a día que tienen encomendado. Se supone. Por tanto, proclamo
que funcionario y vago no son ni sinónimo ni antónimo, son pringados de la
orden de los trepas, lameculos y posiblemente semovientes. Mayormente. También
conviene realzar el trabajo de otros literatos marginales, pero
imprescindibles. Es de justicia ponderar el trabajo de los escritores de prospectos
de medicinas por su gran aporte a la comprensión del mundo científico;
agradecer el currelo de los escritores de resúmenes de argumentos de películas;
el afán, la rapidez y la eficacia del redactor de necrológicas; y poner en
valor a los amanuenses de anuncios de saunas de relax y lugares de expansión, y
en general a todos aquellos que trabajan con denuedo favoreciendo el tránsito
intestinal de izas, rabizas y colipoterras. Con especial mención para los
afanados en el subgénero chapero exagerado de centímetro. Y es que si no fuera
por el trabajo de estos escritores—por cierto, en el término va incluido el
femenino— el mundo no sería el mismo. Incluso, y si lo pensáis bien, sería
inhabitable. Porque, imaginaros que no hubiera un redactor que moderara los impulsos
de los anunciantes…, viviríamos en la constante exageración: todas las
películas serían obras maestras, los medicamentos además de efectivos serían
chachis, los centímetros de los chaperos ciertos, lo de la silicona sería un
mito y los argumentos de las películas guardarían algún parecido con lo visto posteriormente.
Así, que roguemos a Dios por el descanso del buen funcionario y escritor a
tiempo parcial de discursos, y disculpémoslo: al fin y al cabo hacen lo que
pueden y escriben lo que el señorito del
momento les demanda. Y es que, el empleador siempre tiene la razón. O sea, “que haga el favor de poner atención en la
primera cláusula que es muy importante. Dice que… la parte contratante de la
primera parte será considerada como la parte
contratante de la primera parte.” (Una noche en la ópera)
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