La mayoría de la
gente que va a ir por
primera vez a un restaurante, a un hotel y en general a un viaje, suele buscar información en los portales especializados que
hay en internet. Leen ávidos los comentarios y sacan sus conclusiones. Después,
algunos aprovecharán la oportunidad y dejarán un comentario sobre la
experiencia vivida.
A mí, que debo
pertenecer a la mayoría de la gente, me pasa lo mismo, pero al revés. Porque,
si bien es cierto que consultar consulto, tampoco es menos cierto que suelo
sacar dos conclusiones: una sobre el
sitio y otra sobre el comentarista ocasional.
Y es que, básicamente,
del sitio te vas a leer lo habitual: Excelente, muy bueno, bueno, regular,
malo o una puta mierda. Lo normal. Llegado aquí es cuando me formo opinión
del comentarista. Y ésta suele oscilar entre lo de siempre, genial o gilipollas que te cagas.
Se nota tanto al que trata de ser ecuánime y transmitir información, como
al que vive en cabreo perpetuo. Se palpa
al comentarista que ni chicha ni limoná, y al que se esfuerza por
contar. Se nota un huevo. Llegado a este punto es
cuando recurro a la experiencia. Cosas de la edad. Y recuerdo cosas y casos vividos, y me pregunto:
¿cómo habría calificado uno de estos comentaristas el hecho de para la
primera comida, cuando entré en la mili, alguien pusiera una cucaracha muerta como guinda del
perol en el guiso que nos dieron de papeo? ¿Cómo, como una puta mierda?
cuando recurro a la experiencia. Cosas de la edad. Y recuerdo cosas y casos vividos, y me pregunto:
¿cómo habría calificado uno de estos comentaristas el hecho de para la
primera comida, cuando entré en la mili, alguien pusiera una cucaracha muerta como guinda del
perol en el guiso que nos dieron de papeo? ¿Cómo, como una puta mierda?
Recuerdo la reacción que tuvieron mis tres desconocidos compañeros de mesa: ninguno comió. Sin
embargo, yo aparté la cucaracha y ante el asombro de los presentes me zampé prácticamente todo lo
que había en la tartera. Y es que, a veces, queridos todos, hay que ponerse en situación antes de
juzgar: llevaba más de 24 horas sin comer. Estaba famélico. Por tanto, no exageraría si dijera que
aquel guiso estaba buenísimo. Es más, si por aquellos entonces hubiera sabido lo que sé hoy, que las
cucarachas son proteínicas, también me hubiera zampado la guinda del perol. Y es que, en habiendo
hambre desatada...
Ser escrupuloso cunde más bien poco, no sale a cuenta. Lo sé muy bien, de primera mano: tengo
una hermana así. La pobre, cuando en casa había cosas ricas, no comía. Bastaba con
que le contáramos el chiste de los tuberculosos para que, la pobre, se solidarizara con el hambre de
sus hermanos.
También recuerdo que mis compañeros de la mili al ver mi proceder sacaron la conclusión
sumaria de que me faltaba un tornillo, y visto lo que me pasó después es posible que tuvieran razón
aquellos chorvos. Porque— ahora viene otra batallita—, hace sólo un par de años, estando de viaje
por Cracovia, fuimos a comer a un Bar de Leche, que son los antiguos comedores estalinistas, con
los cubiertos amarrados a la mesa, y sitios donde la clase obrera comía baratísimo; aunque, advierto
que a día de hoy, los cubiertos ya no están atados a un cordel, que los precios siguen siendo muy
populares y que la comida es decente; pues bien, acababa de papearme unos fantásticos pirogis y
procedía a hincarle el diente a un magnífico goulash, cuando noté en la boca un cuerpo extraño. Lo
saqué, lo miré y vi que era un tornillo. Lo prometo, ¡un tornillo! Me lo guardé en el bolsillo y le dije
a la lozana de mí novia: “Cáspita, creo que acabo de encontrar el tornillo que me faltaba”.
Creedme, los Bares de Leche son cojonudos, si no eres tiquismiquis ni de la raza chisgarabís. Por
poco dinero papeas y sacas la barriga de mal año. La lástima es que los cubiertos no estén amarrados
ni que mi novia no sea dentista, pero nada ni nadie es perfecto. Es un hecho empírico.
Y además, como se puede ver, el goulash en Cracovia tiene mucho hierro.
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