Cuando nací, ya estaba
en casa. Hablo de un libro, Geografía Universal. En él venían algunas
fotos de lugares del mundo que se quedarían
grabados por siempre en mi retina. Después, cuando acabé 2º de bachillerato con excelentes notas,
aparte de aquel Scalextric y de la
escopeta de balines que me acompañaría toda mi adolescencia, mi tío Enrique,
que no era mi padrino, pero al que todos llamábamos así, me regaló un libro
que se convertiría en libro de cabecera: Maravillas del Mundo. Han pasado años,
y aunque ninguno de estos dos libros sean ya de referencia para mí,
fundamentalmente porque me los sé
de memoria, engrosan mi imaginario de cosas
inconclusas y de sitios a los que tengo que ir, o a los que me gustaría ir,
antes de que sea evidente mi fecha de caducidad. También creo que si a ese par
de libros uno el hecho de haber nacido en un taxi, que se estrenaba ese día,
estoy ante la auténtica clave de bóveda
de mi vida: viajar. De hecho, me he pasado la vida de viaje. Y aunque,
casi siempre, lo hiciera por los mismos sitios, como hacen todos los viajantes,
nunca me he cansado de hacerlo ni tampoco nunca he dejado de disfrutarlo. Soy
un tipo afortunado. He disfrutado de cosas y he estado en sitios con los que
siempre había soñado. He sido aceptablemente feliz. Soy uno de esos suertudos
que se levantan casi siempre de buen
humor. Siempre más que ayer y menos que mañana. La medalla del suertudo. En
fin, cosas del humor, del buen humor.
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