Ocurrió hace mil años,
cuando todavía yo era joven. Una mañana, al subirme al autobús de la empresa
para ir al aeropuerto de Barajas, donde trabajaba en aquella época, alguien me
dijo ¿sabes qué ha ocurrido?, y sin necesidad
de contestar yo nada el inquisidor o inquisidora, que no recuerdo el género, se
contestó a sí misma, o mismamente: “ha muerto Paquirri”.
Os lo prometo, la gente
que iba en el autobús parecía en shock.
La cosa no era para
menos. Todos guardamos fechas o recuerdos que marcaron época; y, sin lugar a
dudas, el accidente laboral del torero marcó la suya y de paso la nuestra.
Pese a tamaña
trascendencia, ni sé, ni recuerdo, el día ni el año en el que murió el torero. Y, sin embargo, de la de
Franco, otro celebérrimo matador, pero este su pueblo, guardo memoria exacta de
año, de día, si me apuran incluso de hora: las vacaciones que nos dieron para
celebrarlo las recuerdo antología del desparrame.
Sin embargo, para dejar
claro que todavía hay clases y óbitos, y que no es lo mismo la muerte de un
torero que la de un matador, cuando palmó Paquirri no nos dieron vacaciones.
Y claro, no es lo
mismo.
Para compensar el
ninguneo, las revistas editadas en papel cuché, unidas a la caterva catódica
del colorín, se hicieron custodias de ambos temas. Y llevadas del subidón que
proporcionan las buenas ventas, nos informan a todas horas de las cosas que les
ocurren a herederos transportados en helicóptero, a la folclórica viuda y a sus niños cromañones.
En fin, que no me libro.
Estoy sentenciado a morirme escuchando historias para no dormir.
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