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martes, 23 de julio de 2019

El coche de Pombo.


Hay algunas cosas que se recuerdan vívidamente pese a no haberlas vivido. A mí me pasa con el coche de Pombo. No creo haberme subido nunca, sin embargo lo recuerdo perfectamente. Tenerlo tan presente en la memoria, quizá se deba a las historias que contaba mi padre de dicho coche y de su afable y por veces iracundo propietario. Allí, aseguraba, viajan en armonía personas y animales. Cuando se llenaba siempre quedaba para los viajeros más osados sitio en la baca, y no era infrecuente ver a aquella extraña diligencia motorizada rebosante de gente y animales hasta por los bordes. Viajar era una aventura no exenta de peligros. Se fumaba, se comía y se bebía, se rezaba y se maldecía. Todo ello controlado y vigilado por el señor Pombo.  El hombre al que nada escapaba a su control. Mi padre que a veces se dejaba llevar por la lírica, para mantenerme a raya en el Seat 600 en el que nos desplazábamos entre Cee y Cereixo, trataba de meterme el miedo en el cuerpo amenazándome conque Pombo reservaba para los niños díscolos los asientos más peligrosos y los más caros (a los que más costaba subir), los de la baca. Y ahí era donde mí padre se equivocaba. Bastaba que me dijera aquellas cosas, para que en mí se obrara el efecto contrario. Me portaba mal. Razón: me moría de ganas de viajar en la baca del señor Pombo. Lo malo es que, pese a mi mal comportamiento y la reincidencia, mi padre jamás cumplió su amenaza. Nunca me bajó del 600 en Vimianzo y jamás de los jamases me metió en el coche de Pombo para que continuara viaje hasta Puente del Puerto yo solito. Lástima que mi padre fuera tan buen tío. Y también, lástima que sus plan fuera otro. A papá le gustaba la música, le gustaba que cantáramos mientras él conducía. Debíamos sonar a familia Trapp motorizada o algo así. Mis hermanas, mi madre y yo cantando y papá conduciendo. Claro que, también recuerdo aquella vez que íbamos todos en el coche y que papá frenó de repente porque habíamos pinchado.  Otra vez. A siete u ocho kilómetros de llegar a Cereixo. Algo frecuentísimo en aquella época. Bajamos todos a ver, y cuando estuvimos fuera y empezamos a rodear el coche para localizar la rueda pinchada, mi padre que se había quedado al volante a la espera, arrancó el coche y se largó. Cuando estuvo a veinte metros de nosotros frenó otra vez, bajó la ventanilla y nos chilló: “Si queréis silencio, id y coger el coche de Pombo. Darle recuerdos a las gallinas. Que os medre”.
Así que, creo que es verdad: nunca cogí el coche de Pombo. Eso sí, me tengo dado unas caminatas muy agradables en compañía de mi familia. Porque aquella ni fue la primera ni  fue la única vez. Es más, yo creo que a veces no cantábamos a propósito.


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