Algunos urbanitas son
seres que en un momento dado de su vida tuvieron que cambiar la placidez de sus
remansos por mor de la falta de expectativas.
Los más afortunados de
entre estos seres regresan los fines de semana por sus antiguos predios prestos
siempre a la desconexión.
La llenada del bandullo
se hace obligatoria estando allí, y la
carga compulsiva del maletero con productos del lugar se vuelve indispensable.
Regresan después,
posiblemente en domingo, al nicho en el que
moran y vuelven a retomar sus quehaceres con bríos renovados. Y así
hasta que el futuro se oscurece y toca hacer el último viaje hasta ese otro nicho que en propiedad en la
aldea cada cual tuviere.
Testimonio doy de ello.
A mí tal prodigio me ocurrió durante años. Soy, por tanto, uno de los
innumerables afectados. Sé de lo que hablo.
Después perdí la fe,
quizá también el norte, me volví descreído y por razones que no vienen al caso,
sólo regresé a la parroquia que me vio
marchar con ocasión de entierros de gentes a las quise y que siempre viajarán conmigo, aunque de sus
caras ya no guarde ni memoria.
También es verdad que a
mí me gusta viajar. ¡Qué le voy a hacer, nací así! Con ese mal. Quizá sea,
aunque tampoco mucho sepa, porque los
que nacimos en un coche nacemos vacunados contra el mareo. Acaso fuere.
En todo caso, viajo. No lo que yo quisiera, cierto es, y aunque siempre estoy
yendo a algún sitio, o lo que es lo mismo, soñando con ir a algún lugar, quizás sea por
ver si me encuentro, me aclaro y por ver si tengo un buen día y me saludo.
Me pasa también cuando
con el mismo propósito entro en los bares a ver si estoy, y por increíble que
parezca a veces hasta me veo e incluso me saludo. Allí sentado en una mesa,
acodado en una barra, departiendo con el camarero. Siempre atento
a las historias de los más viejos, de esos que te hablan de
mujeres, de vinos ensoñados, de uvas de Mencía y de selecto Merenzao.
Sí, estuve en la
Ribeira Sacra. Otra vez. Tierra de eremitas, de afiladores, tierra
siempre de la chispa. Donde hay castros, donde hay mámoas neolíticas y monjes
que antaño gozaron de piscina repleta de pescados.
Sí, estuve en Santo
Estevo. Allá por aquellos lares, y fui feliz durante tres días paseando entre
robles y castaños, disfrutando de madroños, de espino albares, de la fragancia
de sus jaras y del suave discurrir de sus ríos. Del Sil que desemboca en el
Miño allá por los Peares y que sirve de bandera a nuestra Galicia. A nuestra Gaia
que, extasiada en sí misma, practica la viticultura llamada heroica por
aquellos riscos, que sobrevive entre bosques animados de castañas, entre
brumas, entre brezos y verdes prados.
Fue como regresar al
pasado. A los olores de las flores, a los efluvios de los figones, al dulce
trinar de los pájaros, a la visión de un tejón y a la huella del jabalí.
Todo ello sirvió de
acicate para el recuerdo de mi infancia perdida y de mí aldea olvidada. De
aquel sitio del que salí siendo aún un niño porque sí, porque el futuro no
pasaba por allí y porque tenía que salir al encuentro de la más hermosa de
entre las flores que de jara vienen siendo.
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