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miércoles, 13 de marzo de 2019

Por la Ribeira Sacra.


Algunos urbanitas son seres que en un momento dado de su vida tuvieron que cambiar la placidez de sus remansos por mor de la falta de expectativas.
Los más afortunados de entre estos seres regresan los fines de semana por sus antiguos predios prestos siempre a la desconexión.
La llenada del bandullo se hace  obligatoria estando allí, y la carga compulsiva del maletero con productos del lugar se vuelve indispensable.
Regresan después, posiblemente en domingo, al nicho en el que  moran y vuelven a retomar sus quehaceres con bríos renovados. Y así hasta que el futuro se oscurece y toca hacer el último viaje  hasta ese otro nicho que en propiedad en la aldea cada cual  tuviere.
Testimonio doy de ello. A mí tal prodigio me ocurrió durante años. Soy, por tanto, uno de los innumerables afectados. Sé de lo que hablo.
Después perdí la fe, quizá también el norte, me volví descreído y por razones que no vienen al caso, sólo regresé a la  parroquia que me vio marchar con ocasión de entierros de gentes a las quise y que siempre viajarán  conmigo, aunque  de  sus caras ya no guarde ni memoria.
También es verdad que a mí me gusta viajar. ¡Qué le voy a hacer, nací así! Con ese mal. Quizá sea, aunque tampoco mucho sepa, porque los  que nacimos en un coche nacemos vacunados contra el mareo. Acaso fuere. En todo caso, viajo. No lo que yo quisiera, cierto es, y aunque siempre estoy yendo a algún sitio, o lo que es lo mismo,  soñando con ir a algún lugar, quizás sea por ver si me encuentro, me aclaro y por ver si tengo un buen día y me saludo.
Me pasa también cuando con el mismo propósito entro en los bares a ver si estoy, y por increíble que parezca a veces hasta me veo e incluso me saludo. Allí sentado en una mesa, acodado en una barra, departiendo con el camarero. Siempre  atento  a las historias  de  los más viejos, de esos que te hablan de mujeres, de vinos ensoñados, de uvas de Mencía y de selecto Merenzao.
Sí, estuve  en la  Ribeira Sacra. Otra vez. Tierra de eremitas, de afiladores, tierra siempre de la chispa. Donde hay castros, donde hay mámoas neolíticas y monjes que antaño gozaron de piscina repleta de pescados.
Sí, estuve en Santo Estevo. Allá por aquellos lares, y fui feliz durante tres días paseando entre robles y castaños, disfrutando de madroños, de espino albares, de la fragancia de sus jaras y del suave discurrir de sus ríos. Del Sil que desemboca en el Miño allá por los Peares y que sirve de bandera a nuestra Galicia. A nuestra Gaia que, extasiada en sí misma, practica la viticultura llamada heroica por aquellos riscos, que sobrevive entre bosques animados de castañas, entre brumas, entre brezos y verdes prados.
Fue como regresar al pasado. A los olores de las flores, a los efluvios de los figones, al dulce trinar de los pájaros, a la visión de un tejón y a la huella del jabalí.
Todo ello sirvió de acicate para el recuerdo de mi infancia perdida y de mí aldea olvidada. De aquel sitio del que salí siendo aún un niño porque sí, porque el futuro no pasaba por allí y porque tenía que salir al encuentro de la más hermosa de entre las flores que de jara vienen siendo.

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