Viendo una serie basada
en algo escrito por Émile Zola, caigo en la cuenta de los grandes cambios
habidos en la narración del siglo XIX a nuestros días.
Zola construye su
relato en función de grandes ideales. Lo bueno, lo excelso, lo correcto. Casi
siempre previsible. El que es bueno, también tiene grandes valores; y el que es
malo, pues malo es. Sin más, sin alharacas. Sin utilizar trucos ni virajes
inverosímiles en la trama.
Sin embargo hoy en día,
si un guionista no utiliza trucos a mansalva, cambios de ritmo desaforados y
finales tan inesperados como insólitos, la ficción parece no ser del gusto del
que lee y aún menos si es un espectador el destinatario del producto.
Hay que aceptarlo: los gustos han cambiado. La
sencillez se ha visto sustituida por el oropel y las plumas de marabú. El rigor
pasa a un segundo plano, lo importante es el efecto, el continente, y en menor
medida el contenido.
Pues bien, llegado a
este punto he de decir que yo soy más del gusto de Zola que de los literatos
actuales. Y que, con respecto al cine, donde esté un John Ford o un Willie
Wilder se pueden quitar de en medio todos los Alfonso Cuaron que en este mundo
hay. Y que conste, lo digo sin desprecio ni menoscabo alguno. Simplemente,
hablo de mis gusto. Y maneras, añadiría si más tuviera que añadir. Es tan así,
que yo como autor preferiría parecerme a la sombra de Zola a asemejarme, siquiera
remotamente, al mentado Cuaron o al mismísimo David Linch, por poner
otro ejemplo. Sin desprecio, sin acritud. Lo digo porque es una realidad, y
porque sería un ideal para mí conseguir ese objetivo tan real.
Quizá por eso mis
novelas son tan sencillas e incluso predecibles, y quizá por eso hablen de lo
inevitable. De aquello que, por primario, siempre va a suceder.
El único truco, si
a tal licencia puede llamársele así, es
que mi personaje central, Faustino Abelenda, es un amoral y al mismo tiempo un
conformista. Tampoco nada nuevo bajo el sol. Es un individuo entregado a la
fuerza del sino, con una ética particular e intransferible que le lleva a
cometer actos poco juiciosos, aunque muy pensados, sin asomo alguno de
conciencia. Es también un hedonista provinciano, por tanto universal porque provincianos somos todos, que fiel
a sus ideas y principios no acepta ni consiente traición alguna a la palabra
dada y esto lo acaba convirtiendo en juez y parte con aquellos conflictos que
invaden su intimidad y violan su sacrosanta paz.
De tal manera que,
vemos que mientras en El caso Abelenda todos los personajes han evolucionado
con el lógico discurrir del tiempo, él, Faustino Abelenda , sigue fiel a los
mismos principios y valores por los que rige su vida y que le llevaron a
convertirse en asesino Alambique 28, la primera novela, y que mata, no por
placer, ni por dinero, sino porque, simplemente, no lo puede evitar y porque
cree que ese y no otro es su deber. Y es que, en el fondo, el hedonista
provinciano, conformista y decimonónico que es el personaje, no concibe otra
forma de solventar los problemas sino es brutal y expeditivo.
En todo caso, El caso
Abelenda habla de lo inevitable, habla de las consecuencias que tiene faltar a
la palabra dada y habla de ética. De la ética de un asesino en la Costa da
Morte actual. Un asesino de provincias tan orgulloso como letal.
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