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lunes, 11 de febrero de 2019

El caso Abelenda y los clásicos.


Viendo una serie basada en algo escrito por Émile Zola, caigo en la cuenta de los grandes cambios habidos en la narración del siglo XIX a nuestros días.
Zola construye su relato en función de grandes ideales. Lo bueno, lo excelso, lo correcto. Casi siempre previsible. El que es bueno, también tiene grandes valores; y el que es malo, pues malo es. Sin más, sin alharacas. Sin utilizar trucos ni virajes inverosímiles en la trama.
Sin embargo hoy en día, si un guionista no utiliza trucos a mansalva, cambios de ritmo desaforados y finales tan inesperados como insólitos, la ficción parece no ser del gusto del que lee y aún menos si es un espectador el destinatario del producto.
Hay  que aceptarlo: los gustos han cambiado. La sencillez se ha visto sustituida por el oropel y las plumas de marabú. El rigor pasa a un segundo plano, lo importante es el efecto, el continente, y en menor medida el contenido.
Pues bien, llegado a este punto he de decir que yo soy más del gusto de Zola que de los literatos actuales. Y que, con respecto al cine, donde esté un John Ford o un Willie Wilder se pueden quitar de en medio todos los Alfonso Cuaron que en este mundo hay. Y que conste, lo digo sin desprecio ni menoscabo alguno. Simplemente, hablo de mis gusto. Y maneras, añadiría si más tuviera que añadir. Es tan así, que yo como autor preferiría parecerme a la sombra de Zola a asemejarme, siquiera remotamente, al mentado Cuaron o al mismísimo David Linch, por poner otro ejemplo. Sin desprecio, sin acritud. Lo digo porque es una realidad, y porque sería un ideal para mí conseguir ese objetivo tan real.
Quizá por eso mis novelas son tan sencillas e incluso predecibles, y quizá por eso hablen de lo inevitable. De aquello que, por primario, siempre va a suceder.
El único truco, si a  tal licencia puede llamársele así, es que mi personaje central, Faustino Abelenda, es un amoral y al mismo tiempo un conformista. Tampoco nada nuevo bajo el sol. Es un individuo entregado a la fuerza del sino, con una ética particular e intransferible que le lleva a cometer actos poco juiciosos, aunque muy pensados, sin asomo alguno de conciencia. Es también un hedonista provinciano, por tanto universal porque provincianos somos todos, que fiel a sus ideas y principios no acepta ni consiente traición alguna a la palabra dada y esto lo acaba convirtiendo en juez y parte con aquellos conflictos que invaden su intimidad y violan su sacrosanta paz.
De tal manera que, vemos que mientras en El caso Abelenda todos los personajes han evolucionado con el lógico discurrir del tiempo, él, Faustino Abelenda , sigue fiel a los mismos principios y valores por los que rige su vida y que le llevaron a convertirse en asesino Alambique 28, la primera novela, y que mata, no por placer, ni por dinero, sino porque, simplemente, no lo puede evitar y porque cree que ese y no otro es su deber. Y es que, en el fondo, el hedonista provinciano, conformista y decimonónico que es el personaje, no concibe otra forma de solventar los problemas sino es brutal y expeditivo.
En todo caso, El caso Abelenda habla de lo inevitable, habla de las consecuencias que tiene faltar a la palabra dada y habla de ética. De la ética de un asesino en la Costa da Morte actual. Un asesino de provincias tan orgulloso como letal.

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