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domingo, 26 de mayo de 2019

Imbécil extremo.


Si algo tienen en común los portadores del virus de la imbecilidad es la necesidad que tienen todos de decírselo al mundo.
Para conseguirlo son capaces de recurrir a cualquier cosa; y así vemos que si se compran un coche de alta gama siempre les endilgan el que no tiene intermitentes; que si salen a dar un voltio por el paseo marítimo se gastan un potosí en pertrechos en ese almacén especializado en uniformes de deportista y que si hay un carril bici y al lado una carretera, el imbécil siempre elegirá la carretera porque no en vano él es ciclista, imbécil y extremo.
Y no se hable más, que podría estar hasta el día del Juicio Final poniendo ejemplos y tampoco es plan.
Pero siendo todo lo anterior cierto, basta con salir a la calle o a la carretera para comprobarlo, tampoco es menos cierto que hay imbéciles capaces de hacer cosas todavía más imbéciles para demostrarlo. Palabrita del niño Jesús. Incluso, sin ser menester en absoluto, llegan al extremo de poner en riesgo su vida.
El vulgar público sabemos de la proliferación de este tipo de imbécil, también conocido por Imbécil Extremo, gracias a esos sufridos fotógrafos que dejan testimonio para la posteridad y a los propios selfis que ellos perpetran para dejar testimonio de sus supuestas proezas.
Y es que, tanto pueden subir al Everest en un día de tormenta, como bajar a la Fosa de las Marianas un día de playa, como hacer surf rodeados de tiburones. El caso, siempre, es hacer el imbécil y hacerse un buen selfi para subir a la red y compartirlo con los diez mil amigos a los que no conocen de nada.
Que vean, que se mueran de envidia esos diez mi mil seguidores; que quede claro que tú eres un Influencer de cágate lorito y que por tu público matas, aunque para ello tengas que ser tú el estropiciado.
Así que, creo que en caso de accidente lo mejor sería ni molestarse en ir a rescatar a esta peña de chungos. ¿Para qué, para chafarles el asunto? En todo caso, que regresen de sus aventuras como se fueron no vaya a ser que les pase lo mismo que le pasó el otro día a un peregrino que hizo el Camino de Santiago y que cuando lo finalizó se puso a pedir cuartos a los viandantes para poder regresar. Pues, no llegó una persona, que harta de ser asaltada a diario por esta chusma, le dijo ante su asombro: ¿y por qué no te vuelves de la misma manera que viniste?  
Claro que, si algo tiene en común ésta plaga, la del carota-peregrino y la del dominguero que escala el Everest, es que las dos van haciendo el Imbécil Extremo allá por donde van.
A diario y sin descanso.



martes, 21 de mayo de 2019

Juego de Tronos y los españoles (spoilers).


A pesar de que la última temporada de Juego de Tronos ha sido mala de solemnidad, ésta serie creo que pasará a la historia por haber sido la más popular de todas las que hasta ahora han existido.
Sin embargo, pese a la mediocridad de la última temporada, oscura, y sin sexo, la capacidad de invención de los guionistas de la serie alcanzó su culmen en el último capítulo.
Pues, no van los intrépidos guionistas e inventan la monarquía democrática.
Y esto, que nos debería de llenar de perplejidad, da cuenta del desparrame general en el que suelen incurrir las series a fuerza de abusar.
E  incluyo a ésta, la reina de todas las series y madre de todos los dragones. Ésta, en la que después de  tanto rizar el rizo, de  repente, la buena de la película sufre un acceso psicótico y se vuelve más mala que la quina; ésta en la que el bueno se  revela como pánfilo a más no poder y ésta donde los de la provincia del norte alcanzan la independencia del reino creando reino propio.
Viendo este final se podría pensar dos cosas, que Juego de Tronos es una serie nacionalista, y que si los políticos españoles copiaran el último, y para mí absurdo, capítulo de Juego de Tronos y lo implementaran en el Estado español, nuestros  problemas territoriales y de jefatura de estado quedarían solucionados.
Tendríamos un Rey democráticamente elegido por los mandamases del país—por los oligarcas, que son los que mandan de verdad—, y un país aparte donde reinaría el descendiente de ese caminante blanco que es Puigdemont.
Y ya puestos a copiar, y como los de Juego de  Tronos acaban de inventar la Monarquía Electiva, de por vida y sin derecho a que los descendientes de Rey o de Reina pudieran sucederle, los aspirantes a tan altísima dignidad tendrían que sacrificarse y aceptar convertirse en eunucos, en plaza pública, para solaz de su pueblo.
Como colofón de tan magno acontecimiento, se convocaría a los tres dragones, que este reino tiene, quienes al grito de dracaris  dejarían los campos de Cataluña hechos puro rastrojo.
Nota del traductor: Dracaris en español se traduce por 155.


sábado, 18 de mayo de 2019

"El fútbol es cultura", y se armó el belén.


Recuerdo que una noche, cuando frecuentaba malas compañías, cenando con un grupo de amigos entre los que se encontraba una sindicalista, que de repente entre nosotros se montó una tangana bastante importante por una chorrada que yo dije. El fútbol es cultura. La sindicalista se sulfuró. Primero me llamó facha, después pasó a llamarme burro—la corregí y se cabreó más cuando le dije que burro en culto se decía jumento—, para acabar llamándome de todo menos guapo. Acostumbrado como estaba a lidiar con los demócratas del nacionalismo, gentes con las que colegueaba en mi diario tacear, que por aquella época se creían con derecho a otorgar cartas de nacionalidad, me encogí de hombros, enarqué una ceja y sin pensarlo dos veces mandé a la mierda a la sindicalista. Así, a bote pronto. ¡Cosas de juventud! Por supuesto, perdí la discusión. Y mira que era difícil. Sin embargo, fuera como fuere, el caso es que aprendí la lección; y la lección, como decía aquel afamado filósofo húngaro, uno al que conocí en un garito, es que nunca discutas con un imbécil.
Viene todo lo anterior a preámbulo, porque el otro día estando en un bar dije que Sálvame era un excelente programa—aunque juro por Snoopy que no lo veo— y a mi alrededor se armó la de San Quintín. No hubo ni división de opiniones. Estaba con intelectuales de las cañas, con esforzados de las tapas, en definitiva con revolucionarios de barra fija y me di cuenta de que no estaban dispuestos a hacer concesión alguna. Prueba de ello es que me dejaron claro que buen  programa era el que ellos decidieran. Y punto, no se hable más. Buen programa— añadió el más lanzado— es ARV, el de Ferreras, ahí los tertulianos hablan de política y si no fuera porque tienen la costumbre de sacar a Inda y a Marhuenda, sería un programa perfecto. Resumiendo—terminó—: eso es cultura y no la mierda en bote de Sálvame.
No me quedó más remedio que rendirme a la evidencia si no quería revivir la escena que hacía años había tenido con la sindicalista. Además, si contesto y tú puta cómo se lo tomaría aquel gachó tan serio que apenas conocía. Por eso, en vez de discutir reconocí dramáticamente que tengo tendencia a equivocarme y rogué encarecidamente que en caso de sufrir un accidente, por favor, le dieran la petaca a mí hermano. Afortunadamente, tanta y tan buena disposición por mi parte fue apreciada convenientemente, pedimos otra ronda, la jugamos al chinchimoni y perdió el lanzado. ¡Hurra, que se joda! Relajado por este acto de justicia divina, reparé en que a mí no me paga nadie por discutir, ni siquiera cuando creo llevar la razón. Por tanto… Además, como estas cosas me la bufan, prefiero adaptarme y darle la razón a los que no la tienen. Les hace ilusión. Es lo que tenemos los fans de la filosofía húngara, somos buena gente con tendencia a la condescendencia.
Lo malo es que el otro día que me encontré con la sindicalista con quien, casualidades de la vida ahora coincido por el parque que hay cerca de mí casa, y aproveché para preguntarle si se acordaba de aquella discusión surrealista que habíamos sostenido hacía tantísimos años y me contestó que no, que no la recordaba. Picada por la curiosidad la otrora sindicalista y ahora feliz jubilada—creo que la RAE estudia adoptar ambos términos como sinónimos—, me preguntó cuál había sido la causa y cuando le contesté que la discusión había sido por culpa de Butragueño no me quiso creer. ¿Cómo íbamos a discutir por Butragueño?—me preguntó incrédula—. Pues ya ves —le contesté—. En esa época a Butragueño le habían fotografiado los suspensorios en el Bernabéu y todo el mundo andaba alabando la gran cultura que tenía el muchacho. ¿Me entiendes? La sindicalista, campechana ella, se rio. Aunque tengo que decir que creo que guiñarle un ojo tuvo algo que ver con su buen humor.  Y es que, no cabe duda alguna: las cosas de la cultura con guiños se entienden mucho mejor. Sobre todo a nuestra edad, cuando lo importante es tener salud y no llevar un mal golpe. Después nos tomamos un agüita como buenos liberados que somos los dos, y como buen amigo le pregunté: ¿nos hacemos unos chinos? Y perdió. Por tanto, otro hurra y otro ¡qué se joda! Estoy en racha.


viernes, 3 de mayo de 2019

Los Caminantes Blancos.


Lo bueno de tener todo el tiempo del mundo es que puedes hacer todo aquello que siempre deseaste hacer y que nunca pudiste por culpa de no tener todo el tiempo del mundo. Y no sé si me explico o si sufro sobredosis de ironía. Vosotros decidís. En todo caso y sea lo que sea lo que me pase, lo cierto es que estoy de puente. Puente y señor mío. ¡Acueducto! En Madrid no nos andamos con coñas. Aclaro. Puede parecer raro que un tipo como yo, que vive en el arrabal coruñés y encantado de haberse conocido, celebre un puente madrileño, aunque sea éste de tamaña consideración, pero si os digo que no sólo celebro los madrileños, que los celebro todos, creo que la cosa se entenderá mejor. ¿Me entiendes? Y todos, que conste, quiere decir todos. Por si tenéis dudas os lo aclaro: es igual que no es no, pero en puente. Celebro San Jordi, San Fermín, el día Asturias como bollus preñados, el de León Cecina, voy a la tomatina de Buñol, a la tamborrada de Calanda, corro delante de los toros en Pamplona mazado a chacolís, celebro San Patricio practicando el Spanglish y con ocasión del Oktoberfest bebo cervezas y como salchichas—se ruega no dejar volar la imaginación—. No paro. Y si a todo lo anterior unís que mi asistencia a todas las fiestas gastronómicas y populares de las que disfrutamos en Galicia es de obligado cumplimiento para mí, comprenderéis que mi vida es un no parar. Que si el smoking, que si el chaqué, que si el traje regional y que si la alpargata a juego. Con la gaita siempre a punto, no vaya a ser que suene, y que tenga que tocarle a alguien la muñeira de Chantada con la mayor de las afinaciones. Con tanta fiesta mi vida se ha convertido en una exageración; y como tengo todos los días libres no me queda tiempo tengo para hacer mis cosas. Ya sabéis: practicar mis aficiones. Sí, porque yo tengo de eso. Soy un vicioso que sufre de la falta de tiempo por exceso de ocio. Ya sé que es difícil para vosotros entender ciertas cosas. Sobre todo para los más desgraciados, para los que no estáis de puente. Pero que sepáis, que yo empatizo con vosotros y que incluso me pondría en vuestro lugar si tuviera tiempo para ello, pero que no tengo. Así que estoy pensando en liberar esta agenda de actos festivos y escaparme. Estáis a punto de llegar. Y si no fuera porque soy solidario, y porque ahora mismo estoy celebrando el primer puente que tienen los madrileños en mayo, cuando hace la calor, así lo estaría haciendo. Pero escaquearme el primer mes en el que los capitolinos empiezan a salir en masa a ver mundo tampoco me parece correcto. Sería como faltar al trabajo; y los provincianos, los habitantes de las provincias, también tenemos nuestras obligaciones y una de ellas es soportar con estoicismo y resignación vuestra presencia. Para ello es conveniente recordar que antes de salir de casa, además de coger móvil conviene poner tapones en los oídos. Porque, ¡hay que ver lo que chilla esta horda de caminantes blancos que nos asola!  Chillan tanto que, aparte de muertos parecen sordos.
“Pelayo, no mojes los pies no vaya a ser que te se corte la digestión”—chillaba a voz en cuello el otro día una cenutria con acento muy serrano.
No, mamá”—contesté yo desde el otro de la playa, tres kilómetros más allá.