Literalmente, mierda. Y no, esta vez tampoco
comí ese peculiar plato. Quizá porque tampoco pasé por la Vía Leone donde hay
un restaurante especializado en casquería en el que esa comida es la estrella
de la carta. Pero, no. No degusté esa exquisita mierda. Ya iba con sobredosis
de ella de España, donde abres un
periódico y… mierda; pones la tele y… mierda; así que con tanto exceso tampoco
era cosa de ir a Roma a seguir comiendo… mierda. Me lo perdí. Para compensar,
cuando regresé comprobé que los mismos mierdas seguían hablando de sus mismas
mierdas.
Como, por desgracia, no pude salir huyendo y
regresar a la ciudad museo, a la que por
cierto tienen llena de mierda (Carmena, eso no te lo perdono que diría otra
mierda), fui a Santiago de Compostela a ver a mi hija y de paso recoger a mi
compañero de piso, a Nador. El perro, bien. Mi hija, como siempre: ¡Estupenda!
Fuimos a comer abriéndonos paso a codazos entre turistas, arte en el que venía
ducho, y nos pusimos al día de nuestras cosas.
La diferencia entre uno y otro sitio, le
dije, parece que estriba en que mientras allí los turistas pagamos 3,50 euros
por noche (tasa turística), aquí a las autoridades sólo les falta besarle el culo
ya que la cama se la ponen casi gratis.
También le conté, aunque ya la había
videollamado y dado la lata de mil maneras, cosillas del viaje, de la increíble
(y carísima) experiencia de ver la Capilla Sixtina con solo otras 24 personas
en su interior, y le hablé del profundo impacto que me causó ver el Moisés en
la basílica de San Pietro in Víncolo. Al hilo de lo dicho, ella me ilustró con
una anécdota que desconocía: Cuenta la leyenda que cuando Miguel Ángel terminó
la obra le tiró una piedra y le dijo: “Parla”.
En todo caso, no me extrañaría.
Otra anécdota, ésta más mundana, se produjo
a la salida del Coliseo:
Entre un maremágnum de gente apareció un
chico negro que se acercó a mí sonriendo a venderme un botellín de agua. Me
preguntó de dónde era. Le respondí que español. Su sonrisa se hizo más abierta
y cordial. Tocó mi brazo y después el suyo y dijo riéndose ahora abiertamente y en
perfecto castellano: “moreno español,
moreno de África”. Nos carcajeamos juntos, nos dimos la mano y por supuesto
le compré el agua. ¡Qué calor!
Cuando ya hacíamos mutis por el foro, el negro
sin dejar de sonreír ni por un instante añadió: “Español bueno, italiano malo”. Sacudí la cabeza en desacuerdo y me marché acordándome del Rigatoni con la paja. La mierda la hay
en todas partes, colega vendedor. En todas, te lo aseguro.
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