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lunes, 29 de octubre de 2018

Rigatoni con la pajata.


   Literalmente, mierda. Y no, esta vez tampoco comí ese peculiar plato. Quizá porque tampoco pasé por la Vía Leone donde hay un restaurante especializado en casquería en el que esa comida es la estrella de la carta. Pero, no. No degusté esa exquisita mierda. Ya iba con sobredosis de  ella de España, donde abres un periódico y… mierda; pones la tele y… mierda; así que con tanto exceso tampoco era cosa de ir a Roma a seguir comiendo… mierda. Me lo perdí. Para compensar, cuando regresé comprobé que los mismos mierdas seguían hablando de sus mismas mierdas.
   Como, por desgracia, no pude salir huyendo y regresar  a la ciudad museo, a la que por cierto tienen llena de mierda (Carmena, eso no te lo perdono que diría otra mierda), fui a Santiago de Compostela a ver a mi hija y de paso recoger a mi compañero de piso, a Nador. El perro, bien. Mi hija, como siempre: ¡Estupenda! Fuimos a comer abriéndonos paso a codazos entre turistas, arte en el que venía ducho, y nos pusimos al día de nuestras cosas.
   La diferencia entre uno y otro sitio, le dije, parece que estriba en que mientras allí los turistas pagamos 3,50 euros por noche (tasa turística), aquí a las autoridades sólo les falta besarle el culo ya que la cama se la ponen casi gratis.
   También le conté, aunque ya la había videollamado y dado la lata de mil maneras, cosillas del viaje, de la increíble (y carísima) experiencia de ver la Capilla Sixtina con solo otras 24 personas en su interior, y le hablé del profundo impacto que me causó ver el Moisés en la basílica de San Pietro in Víncolo. Al hilo de lo dicho, ella me ilustró con una anécdota que desconocía: Cuenta la leyenda que cuando Miguel Ángel terminó la obra le tiró una piedra y le dijo: “Parla”. En todo caso, no me extrañaría.
   Otra anécdota, ésta más mundana, se produjo a la salida del Coliseo:
   Entre un maremágnum de gente apareció un chico negro que se acercó a mí sonriendo a venderme un botellín de agua. Me preguntó de dónde era. Le respondí que español. Su sonrisa se hizo más abierta y cordial. Tocó mi brazo y después el suyo  y dijo riéndose ahora abiertamente y en perfecto castellano: “moreno español, moreno de África”. Nos carcajeamos juntos, nos dimos la mano y por supuesto le compré el agua. ¡Qué calor!
 Cuando ya hacíamos mutis por el foro, el negro sin dejar de sonreír ni por un instante añadió: “Español bueno, italiano malo”. Sacudí  la cabeza en desacuerdo y me marché acordándome del Rigatoni con la paja. La mierda la hay en todas partes, colega vendedor. En todas, te lo aseguro.


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