Porque, ¿a quién no le ha ocurrido consultar
algo en google, o cualquier otra mandanga de estas, y que a continuación ser
bombardeado por tierra, mar y aire con cosas referentes a lo consultado?
A mí, desde luego me pasa; a diario.
Quizá por eso, y porque
sabes que una cosa siempre llama a la otra, cuando el otro día estaba viendo
vídeos de Mónica Bellucci y llamaron a la puerta pensé:
“Repámpanos,
qué rapidez. No me ha dado tiempo ni a hacerme un lavado checo y a ponerme unos
gayumbos libres de palominos radioactivos”
Aun así, pese al efecto ventosa, me levanté…,
no sin esfuerzo.
— ¡Mecagonsoria!, esto es complot
judeo-masónico en toda regla contra mí.
Era el cartero, mi gozo en un pozo.
Allí estaba plantificado, otra vez, en la
puerta, con el dedo pegado al timbre. Me preguntó:
—¿Hoy tampoco estás?
Lo miré con la benevolencia que se mira a
los carteros, a saber, y le contesté:
—Joder, Manolo, acabo de salir.
Después lo invité a tomar un café y lo
reconvine:
—Pero, a ver, Manolo, cáspita, cómo te lo tengo
que decir: llama al telefonillo y te ahorras cuatro pisos de subida, ¿o es que acaso
te da envidia mi “culín” prieto?
Manolo, el cartero, que es un tipo que tiene
sus momentos contestó:
—Prefiero subir cuatro pisos a tener
diálogos de besugo contigo a través de un telefonillo, ¿o ya no te acuerdas en
qué circunstancias nos conocimos?”
Hice memoria.
Unos años atrás, recién llegado a mí actual
barrio, también sonó el telefonillo y tampoco era Mónica Bellucci, sino el
cartero a quien yo ya tenía el placer de conocer del bar donde los dos vamos a
misa.
—Soy el cartero, traigo un certificado. Baja
—No, sube tú.
—Baja, por favor, que estoy mal de una pierna.
—No sube tú, que estoy herniado.
Y así un par de horas.
Parecía, mismamente, la conversación de dos
enamorados que, en vez el archiconocido cuelga tú habían optado por el más
expeditivo sube-baja tú.
Otro
nivel de la semántica, sin duda.
Como la cosa parecía irresoluble y nuestros
padecimientos empezaban a alcanzar cotas preocupantes, hicimos una quedada en
el segundo.
¡Sapristi!, por un momento me sentí mal. Era
verdad, el tío renqueaba ostensiblemente. Visto lo visto, y por aquello de
epatar, no me quedó más remedio que llevarme la mano a un costado y emitir un
doliente ¡ay! para empatar el partido.
El cartero me miró, soltó un onomatopéyico ¡cabrón!,
en toda mi jeta y me extendió un chisme de esos electrónicos para que le
estampara un autógrafo.
—Te
traigo un paquete de la mismísima China.
— No te quejes, Manolo, y dame las gracias
por hacer de ti un cartero viajero. Por cierto, menos mal que estás cojo que
sino ayer metes cuatro goles en vez de los dos que enchufaste. ¡Pichichi!
—¿Estabas en el campo?
—¡Cagonlacona,sí!: en el ambigú dónde si no.
No me pierdo un partido.
—Entonces ya sé quién carallo fue el cabrón
que no paró de berrearme “paquete” todo el partido.
—Tampoco, Manolo, tampoco. Decía “el paquete”;
lo que dejabas al aire a cada escorzo. Aunque, ahora que lo pienso, a lo mejor
me estoy haciendo vidente.
—Ya sabes, lo que pasa en la cancha, se
queda en la cancha. Pelillos a la mar. Por cierto, ¿el psiquiatra te envía la medicación de
China, o qué?
Fue el comienzo de una amistad certificada.
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