Buscar este blog

miércoles, 12 de septiembre de 2018

El cartero.


   Porque, ¿a quién no le ha ocurrido consultar algo en google, o cualquier otra mandanga de estas, y que a continuación ser bombardeado por tierra, mar y aire con cosas referentes a lo consultado?
   A mí, desde luego me pasa; a diario.
Quizá por eso, y porque sabes que una cosa siempre llama a la otra, cuando el otro día estaba viendo vídeos de Mónica Bellucci y llamaron a la puerta pensé:
“Repámpanos, qué rapidez. No me ha dado tiempo ni a hacerme un lavado checo y a ponerme unos gayumbos libres de palominos radioactivos”
   Aun así, pese al efecto ventosa, me levanté…, no sin esfuerzo.
   — ¡Mecagonsoria!, esto es complot judeo-masónico en toda regla contra mí.
   Era el cartero, mi gozo en un pozo.
   Allí estaba plantificado, otra vez, en la puerta, con el dedo pegado al timbre. Me preguntó:
   —¿Hoy tampoco estás?
   Lo miré con la benevolencia que se mira a los carteros, a saber, y le contesté:
   —Joder, Manolo, acabo de salir.
   Después lo invité a tomar un café y lo reconvine:
   —Pero, a ver, Manolo, cáspita, cómo te lo tengo que decir: llama al telefonillo y te ahorras cuatro pisos de subida, ¿o es que acaso te da envidia mi “culín” prieto?
   Manolo, el cartero, que es un tipo que tiene sus momentos contestó:
   —Prefiero subir cuatro pisos a tener diálogos de besugo contigo a través de un telefonillo, ¿o ya no te acuerdas en qué circunstancias nos conocimos?”
   Hice memoria.
   Unos años atrás, recién llegado a mí actual barrio, también sonó el telefonillo y tampoco era Mónica Bellucci, sino el cartero a quien yo ya tenía el placer de conocer del bar donde los dos vamos a misa.
   —Soy el cartero, traigo un certificado. Baja
   —No, sube tú.
   —Baja, por favor, que  estoy mal de una pierna.
   —No sube tú, que estoy herniado.
   Y así un par de horas.
   Parecía, mismamente, la conversación de dos enamorados que, en vez el archiconocido cuelga tú habían optado por el más expeditivo sube-baja tú.
   Otro  nivel de la semántica, sin duda.
   Como la cosa parecía irresoluble y nuestros padecimientos empezaban a alcanzar cotas preocupantes, hicimos una quedada en el segundo.
   ¡Sapristi!, por un momento me sentí mal. Era verdad, el tío renqueaba ostensiblemente. Visto lo visto, y por aquello de epatar, no me quedó más remedio que llevarme la mano a un costado y emitir un doliente ¡ay! para empatar el partido.
   El cartero me miró, soltó un onomatopéyico ¡cabrón!, en toda mi jeta y me extendió un chisme de esos electrónicos para que le estampara un autógrafo.
    —Te  traigo un paquete de la mismísima China.
   — No te quejes, Manolo, y dame las gracias por hacer de ti un cartero viajero. Por cierto, menos mal que estás cojo que sino ayer metes cuatro goles en vez de los dos que enchufaste. ¡Pichichi!
   —¿Estabas en el campo?
   —¡Cagonlacona,sí!: en el ambigú dónde si no. No me pierdo un partido.
   —Entonces ya sé quién carallo fue el cabrón que no paró de berrearme “paquete” todo el partido.
   —Tampoco, Manolo, tampoco. Decía “el paquete”; lo que dejabas al aire a cada escorzo. Aunque, ahora que lo pienso, a lo mejor me estoy haciendo vidente.
   —Ya sabes, lo que pasa en la cancha, se queda en la cancha. Pelillos a la mar. Por cierto,  ¿el psiquiatra te envía la medicación de China, o qué?
      Fue el comienzo de una amistad certificada.
  
  



No hay comentarios:

Publicar un comentario